Un café con Jesús. Flash sobre el Evangelio del II Domingo del Tiempo Ordinario – B – (14/01/2024)

Nos ha dicho el párroco que, en estos cinco domingos hasta que comencemos la Cuaresma, el evangelio seguirá ofreciéndonos diversos momentos de la vida de Jesús anunciando, con palabras y gestos, la cercanía del Reino de Dios. El primero de estos gestos fue congregar en torno a él un pequeño grupo de gente interesada por su mensaje. El evangelista Juan cuenta hoy (Jn 1, 35-42) cómo fue el encuentro con dos de ellos…

– Uno de los dos que te siguieron se llamaba Andrés y era hermano de Simón, un pescador que llegó a estar al frente del grupo de tus discípulos -le he dicho para empezar a hablar-, pero el evangelista no dice quién era el otro, aunque por los detalles que cuenta en su relato sospecho que fue el propio Juan.

– ¿Por qué piensas que el otro era Juan? -me ha replicado después de tomar un sorbo-.

– No sólo pienso que era él, sino que, además, debió quedar impresionado por ti, pues recuerda la hora exacta del encuentro. Escribió que «serían las cuatro de la tarde». Tuvo que quedar muy tocado para conservar el recuerdo de la hora. Esto y lo demás que cuenta que pasó aquel día me hace pensar que el otro que te siguió era Juan -le he explicado-.

– No andas desencaminado, pero no te me distraigas con lo secundario -me ha respondido-. Lo importante fue que llegaron a la convicción de que yo soy el Mesías.

– Eso es justamente lo que quería preguntarte: ¿cómo es posible que en un par de horas de conversación se quedaran convencidos de que tú eres aquel del que escribieron Moisés y los Profetas, de que tú eres Rabí (Maestro), de que eres el Hijo de Dios y el Rey de Israel…? Todo esto dijeron de ti unos u otros discípulos (Simón, Felipe, Natanael…), que a partir de aquel encuentro entraron en contacto contigo.

– Efectivamente, lo dijeron -me ha respondido antes de coger la taza en sus manos; después ha tomado un sorbo y ha continuado-. Pero no olvides que el misterio de mi persona no se llega a comprender de un golpe de vista, ni por el análisis psicológico de alguna de mis palabras, sino por la contemplación del conjunto de mis enseñanzas, de mi vida y de mi muerte. Por lo que se refiere a mis enseñanzas, unas explican y dan sentido a las otras; mis gestos cuando me relacionaba con la gente, especialmente con los enfermos y con los pecadores, hay que verlos a la luz de mis palabras; y todo ello comenzó a iluminarse con mi resurrección en la pascua, que puso de manifiesto que mi presencia en este mundo, mi cuerpo entregado y mi sangre derramada era la nueva y definitiva alianza que el Padre quiso hacer con vosotros. Cuando el evangelista pone en labios de mis discípulos todos esos títulos cristológicos no hace más que trasladar a aquel momento de encuentro con mis primeros discípulos lo que llegó a ser en ellos una convicción inapelable cuando me vieron, comieron conmigo y me palparon vivo después de haber soportado el chok insufrible de verme morir en un patíbulo como un malhechor. Ellos no podían callar lo que habían visto y oído. El evangelista no hace más que poner en labios de los discípulos desde el principio lo que experimentarán a lo largo de su vida conmigo.

– ¡Gracias! Ahora veo claro que tu Espíritu Santo nos va conduciendo hasta que reconocemos que eres en verdad el Hijo de Dios -he exclamado mientras pedía la cuenta y quedábamos para seguir hablando el próximo domingo-.

– Repasa la primera lectura de este domingo y, si sospechas que el Padre te habla, di como Samuel: «Habla, Señor, que tu siervo te escucha» -me ha dicho despidiéndose-.