En medio de viento y de ruido, en un mundo que anda perdido, he llegado a parar a tu lado, sólo porque así Tú lo has querido…Y al preguntarte qué podía hacer por ti, creo que hoy me has respondido: ¿querrías quedarte conmigo…?

Así comienza una canción que mi hija Marisa, sor María Nazaret, escribió poco tiempo después de entrar en el monasterio de la Inmaculada de Monzón, un día después de cumplir 22 años. Atrás quedaban varios años de discernimiento, en medio de una vida vertiginosa. A esa pregunta del Señor mi hija respondió sí, uniéndose a una comunidad muy viva de mujeres llenas de Dios que habían escuchado la misma pregunta y también habían dado su sí, un sí definitivo, que se renueva constantemente.

He tomado prestadas las palabras de mi hija que es quien me está enseñando, desde que hace cinco años cruzó la reja del monasterio, lo que supone una vida consagrada en la clausura; una vida que, hasta ese momento, valoraba desde la distancia pero que me era ajena. No puedo negar que la vocación a la vida de clausura de una hija supone humanamente un desgarro, un pellizco en el corazón para la familia. La hija… la hermana… abandona la casa y cruza una reja con una decisión y una profunda felicidad que impresiona. Lo deja todo… aunque en realidad no deja nada; lleva consigo dentro del monasterio todo lo que ha sido su vida y todo, y a todos, nos pone a los pies del Señor desde ese instante.

Los padres y los hermanos no recibimos esa vocación para entregar la vida en oración a los pies del Señor pero, sin duda, Él nos cuida de manera especial y va consolando y curando ese desgarro, ayudándonos a acompañar esa vocación que inicialmente nos supera y nos asombra pero que acogemos, agradecidos, como una bendición.

Años antes de sospechar siquiera que el Señor iba a suscitar esta vocación en una de mis hijas, leía estas palabras de Benedicto XVI sobre las comunidades religiosas de clausura, con motivo de la Jornada pro orantibus que hoy también celebramos: “Algunos se preguntan qué sentido y qué valor puede tener su presencia en nuestro tiempo, en el que hay numerosas y urgentes situaciones de pobreza y de necesidad que se deben afrontar. ¿Por qué «encerrarse» para siempre entre las paredes de un monasterio y privar así a los demás de la contribución de las propias capacidades y experiencias? ¿Qué eficacia puede tener su oración para la solución de los numerosos problemas concretos que siguen afligiendo a la humanidad?”. Es un cuestionamiento que los padres de una monja de clausura hemos percibido personalmente muchas veces por parte de quienes no comprenden esta vocación. Benedicto XVI respondía a esa pregunta con una afirmación que podemos hacer también los que hemos recibido el don de ser parte de esta familia contemplativa: “estos lugares, aparentemente inútiles, son en realidad indispensables, como los «pulmones» verdes de una ciudad: hacen bien a todos, incluso a quienes no los frecuentan y tal vez ignoran su existencia.” ¡Cuántas veces lo hemos comprobado…!

Unos años después, en plena pandemia, el cardenal Marc Oullet escribía a la comunidad del Proto-monasterio de Asís: “Queridas hermanas y queridas almas contemplativas que preserváis la esperanza de nuestra tierra amenazada (…) irrigáis la tierra de aguas vivas subterráneas y purificadoras (…) vosotras estáis en la vanguardia de la Iglesia en todos los combates del espíritu; nosotros, sacerdotes y laicos, enfrentados a las urgencias del hospital de campaña, levantamos los ojos hacia la luz que brilla sobre los tabores de vuestros claustros.”

El Evangelio de san Juan nos cuenta cómo Jesucristo hizo esta pregunta a los apóstoles: «¿También vosotros queréis marcharos?» Y como Simón Pedro le contestó: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna.”

Desde ese momento, el mismo Jesucristo no ha dejado de susurrar esa pregunta al corazón de tantas personas: “¿Querrías quedarte conmigo…?”. Y no ha dejado nunca de encontrar personas que, con la misma certeza con la que Pedro respondió a Jesucristo “sólo Tú tienes palabras de vida eterna” han entregado su vida siendo testimonio de que el Señor puede llenar lo que tú le des y, si entregas la vida, te llena la vida.

Damos gracias a Dios porque no ha dejado de suscitar vocaciones a la vida contemplativa. Y damos gracias a todos aquellos que han sabido hacer silencio entre tanto viento y tanto ruido para escuchar esa voz de Dios, han respondido sí…y con su sí siguen siendo el pulmón espiritual de este mundo que anda tan perdido y siguen preservando la esperanza de esta vida tan amenazada.

María Luisa Pérez Toribio