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Opinión

Francisco Yagüe

¡Que hable el silencio!

27 de septiembre de 2018

Hace ya bastante tiempo que un sentimiento de honda preocupación me asalta, cuando me adentro en los discursos, análisis y opiniones que suscitan muchos de los acontecimientos que dibujan la realidad social actual. Discursos, análisis y opiniones vertidas en los telediarios y multiplicados, sin filtro ni contención, en las numerosas redes sociales que tenemos hoy a nuestro alcance. Tengo la sensación de que cada vez se defienden los puntos de vista, ante una realidad social, con mayor crispación o vehemencia; que cada vez más las posturas son irreconciliables y el abismo de la ruptura social se cuela tras los análisis, tras las declaraciones, tras las noticias de aquello que acontece.

Me resulta alarmante cómo esa crispación y riesgo de ruptura enroca, cada vez más, las posturas y genera enfrentamientos estériles que alejan definitivamente la posibilidad de un encuentro, de un entendimiento. Siento que estamos en un momento social de grotesca radicalización.

Quizá la excesiva información, las miles de posibilidades que hoy tenemos para comunicarnos, la facilidad que nos ofrecen las nuevas tecnologías para expresar nuestra opinión, ha provocado que, para destacar y que consigan su eco esas opiniones o análisis, tengan que radicalizarse, sobresalir de entre la monotonía, la moderación o una mala entendida mediocridad de nuestros posicionamientos. No buscamos convencer, sino imponer y ello sólo se consigue con la radicalización y el enfrentamiento.

Pero sobre todo, de lo que estoy convencido es que este ambiente de crispación social, respecto a temas cruciales que configuran nuestra realidad social, tiene su fundamento en la ideología. Y con ello no pongo en cuestión la importación del mundo de las ideas y de la ideología como marco que nos ayuda a interpretar la realidad y a formular propuestas que la mejoren y provoquen cambios sociales, lo que pongo en cuestión es que la ideología se erija como verdad absoluta que debe configurar de manera determinante las relaciones sociales y económicas.

Por supuesto que una sociedad democrática debe promover y facilitar la opinión de todos sus ciudadanos y eso enriquece el diálogo social, pero esto no puede confundirse con imponer mi ideología, ideas u opiniones al resto de la ciudadanía, convirtiéndola en la única referencia que debe regir cualquier dinámica socio-política. Como mucho una idea, opinión o propuesta que rija nuestra sociedad será verdad relativa, tanto en cuanto haya sido debatida y acordada de común acuerdo o, al menos, con el mayor consenso posible. Pero aun así no será absoluta, ya que sólo sirve a la sociedad que la ha generado.

¡Cuánto me duele Cataluña! ¡Cómo me desasosiegan los mensajes que generalizan la actitud del algunos inmigrantes que puedan abusar de nuestros servicios públicos, para arremeter contra las personas inmigrantes! ¡Cuánta falta de empatía descubro cuando se acusa a los pobres de no querer salir de su situación! ¡Y cuántos temas que están instalados en la constante polémica y que no voy a citar!

¿A caso cualquier nacionalismo, sea español o catalán, está por encima de las personas? ¿A caso cualquier idea está por encima de miles de personas que huyen del hambre o de las guerras? Sólo sociedades integristas o regímenes totalitarios, ponen por encima de las personas a las ideas e incluso las leyes (sujetas a interpretación de los jueces). “El sábado ha sido instituido para el hombre y no el hombre para el sábado” Mc. 2, 23-28.

Y por supuesto, también cabe responsabilizar a los políticos y a sus partidos, porque lejos de buscar el consenso, arremeten unos contra otros desde pautas puramente ideológicas, irreconciliables. Qué lejos queda el 15 M, como hartazgo de esta dinámica, como reivindicación de una política al servicio de la ciudadanía y de la democracia real. En muy pocos años, viejos y nuevos partidos han profundizado más en la dinámica del desencuentro y de la ruptura. Y nos encontramos con gobernantes y otros partidos en la oposición, gobernando para sí mismos y sus partidos, en lugar de gobernar para el bien común. ¿Para cuándo pactos a largo plazo sobre cuestiones irrenunciables para el desarrollo de nuestra sociedad? Nada, sólo gobiernos cortoplacistas que gobiernan a cuatro años vista y que acaban imponiendo su cosmovisión del mundo a la totalidad de los que sirven, a toda nuestra sociedad.

Y lo peor, los espectáculos a los que nos tienen acostumbrados desde hace un tiempo, que si los másters, que si colonias, que si chalets, o grabaciones en situaciones comprometidas; lamentablemente parece más una tarde de «mujeres, hombres y viceversa» que una actividad respetable como la de representar a la ciudadanía.

Sin embargo, a veces, te encuentras con gente que parece haberse sacudido de esta tendencia de la ruptura y la crispación, que hace análisis sosegados y certeros sobre cuestiones ciertamente difíciles de abordar, sin renunciar también a la denuncia. Por ejemplo la carta que ha escrito el salesiano Josan Montull en su web “A CONTRACORRIENTE”, a propósito de la manifiesta intransigencia y falta de tolerancia de Willy Toledo respecto a nuestra fe cristiana.

Estoy seguro de que antes de plasmar esas letras ha habido mucho silencio. No es posible tal acierto en el discernimiento del mencionado hecho social, si antes no se deja hablar al silencio; porque lo humano o “lo que te pide el cuerpo” es responder también desde el mundo de las ideas, desde una ideología contrapuesta y rotundamente en contra a la que manifiesta el aludido en la carta. Sin embargo, para romper el círculo vicioso de la crispación, es necesario relativizar la ideología para que la persona, trascendida de su realidad inmediata, hable.

Y es que en la Iglesia también corremos el riesgo de ideologizar la realidad. No se trata de caer en relativismos. La Verdad es Verdad y nos lleva a la libertad, pero ello no nos impide leer los signos de los tiempos y responder a la contingencia que supone cada momento histórico o personal. Imponer la Verdad a golpe de cruz es contraproducente y más todavía en nuestra sociedad secularizada.

La Iglesia, posiblemente, ha abusado de dinámicas de adoctrinamiento frente a la promoción de una verdadera experiencia de encuentro con Jesús resucitado. La experiencia en un mundo secularizado nos dice que “lo que evangeliza es ser testimonio de Jesús de Nazaret a través de nuestra vida, no las palabras”. Y aquí se apunta otro problema más: ideología sin coherencia de vida, se convierte en palabras vacías.

Así, para que haya experiencia de Dios es necesario el silencio y el encuentro con los hermanos, y con toda la creación. “Pues de la grandeza y hermosura de las criaturas se llega, por analogía, a contemplar a su Autor” (Sab. 13,5).

San Juan Crisóstomo afirma: «El silencio de los cielos es una voz más resonante que la de una trompeta: esta voz pregona a nuestros ojos, y no a nuestros oídos, la grandeza de Aquel que los ha creado» (PG. 49,105).

Por ello, creo que es momento de que callen las ideologías, para que hable el silencio. El encuentro y la construcción de lo común sólo se dará, si el diálogo se sustenta en el silencio como vía para que trascienda la persona el mundo de las ideas. Así, podremos evitar creyentes y no creyentes la denuncia de Jesús de Nazaret hacia los fariseos: «Atan fardos pesados, [difíciles de llevar,] y se los cargan en la espalda a la gente, mientras ellos se niegan a moverlos con el dedo» (Mt. 23, 4).

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