El verano inaugura un tiempo distinto, una ruptura suave pero profunda que quiebra la vida cotidiana. No es solo una estación del año, pues se yergue como una posibilidad de experiencia interior que se manifiesta en la parsimonia del Sol, en los días que parecen estirarse más allá de sus márgenes y en el modo en que el mundo, de pronto, parece hablar un idioma más antiguo y sereno. Durante el resto del año, la prisa se da la mano con la rutina y organizan la vida como si ésta se redujese a una maquinaria precisa, donde todo está contado y cada minuto tiene un destino que se agota en sí mismo. Pero cuando llega el verano, ese ritmo se interrumpe. La obligación se atenúa, la agenda se vacía poco a poco y uno comienza a respirar de otro modo, a mirar con otros ojos. En ese cambio sutil se abre también un espacio para algo que rara vez encuentra el lugar que merece: la escucha.
Escuchar (no solo oír) es una forma de atención profunda que va más allá de identificar sonidos tras interpretar una serie de vibraciones físicas. En verano, época en que los días son bañados de oro, esa acción encuentra prístinas partituras en las que encarnarse. Al disminuir el ruido externo, disminuye también el homónimo interno, ese murmullo constante que caracteriza pensamientos, tareas pendientes y expectativas. Y en ese silencio que se ensancha, emerge la posibilidad de escuchar una voz más discreta pero más verdadera: la de Dios. No se trata de una voz común, sino de una presencia que se insinúa en los detalles, como las caricias de los últimos rayos de Sol de la jornada que habitualmente pasamos por alto. Dios precisa la quietud del alma y ésta disminuye su tensión habitual cuando el calendario señala los días en los que, generalmente, se nos permite ser un poco más y mejor nosotros mismos.
La desconexión que ofrece el verano no constituye un olvido del mundo. Señala, en cambio, un camino de retorno a lo esencial. Dios emplea siempre el mismo lienzo, pero en la época estival parece dotarnos de materiales más apropiados para nuestra realización de Su presencia. Luego cuando nos apartarnos del ruido meramente productivo, redescubrimos lo gratuito: el tiempo sin meta, la contemplación sin finalidad, el goce de simplemente vivir. Ese clima propicia que el alma se vuelva más receptiva, más vulnerable incluso, pero también más abierta a lo sagrado. Como si la voz de Dios (esa que tantas veces queda sepultada por la urgencia del hacer) pudiera al fin abrirse paso.
El verano, entonces, se vuelve una invitación a escuchar de otro modo. A no forzar la búsqueda, sino a disponerse. Porque Dios no grita, sino que espera. Y espera, quizá, que seamos capaces de detenernos lo suficiente como para volverle a oír. Que nos apartemos sólo un poco de la férrea rutina impersonal y nos dejemos tocar por el silencio. Porque es ahí, cuando la vida pierde sus bordes duros y se vuelve un poco más lenta, donde la gracia encuentra un lugar para decirse sin ser interrumpida.