Somos muchos los creyentes que esperábamos impacientes en recibir el primer documento -en este caso, exhortación apostólica- del Papa León XIV.
Las convulsiones sociales y políticas, los conflictos armados, las tensiones y crisis de toda índole; amén de la archiconocida polarización política -también dentro de nuestra Iglesia- nos estaban conduciendo a un estado de desesperanza y falta de liderazgo, como si la muerte del Papa Francisco hubiera enterrado todos los signos de apertura, frescura y esperanza que se habían generado tanto entre personas creyentes, como en otras alejadas de la fe cristiana.
Fue precisamente Francisco quien, en los meses previos a su muerte, había comenzado a trabajar en esta exhortación apostólica. Al igual que con la Lumen Fidei de Benedicto XVI, retomada en 2013 por Jorge Mario Bergoglio, también en esta ocasión es el sucesor quien completa la obra, que representa una continuación de la Dilexit nos, la última encíclica del Papa argentino sobre el Corazón de Jesús. Porque es fuerte el “vínculo” entre el amor de Dios y el amor a los pobres: a través de ellos, Dios “sigue teniendo algo que decirnos”, afirma el Papa León.
No voy a hacer un resumen o un comentario sistemático de los diferentes capítulos de Dilexi te. Seguramente, nos llegarán, a través de conocidos autores, en un espacio breve de tiempo.
Mi intención, es recoger, de una forma muy personal, las sugerencias que desde este documento nos puede estar haciendo el Papa León XIV, para una vivencia más pastoral y comprometida de nuestra fe, en comunión con las personas más empobrecidas.
1.- Vivir a su lado, con ellos y desde ellos.
Lo expresa maravillosamente el n.76: “La santidad cristiana florece, con frecuencia, en
los lugares más olvidados y heridos de la humanidad. Los más pobres entre los pobres
—los que no sólo carecen de bienes, sino también de voz y de reconocimiento de su dignidad— ocupan un lugar especial en el corazón de Dios. (…) Es en ellos donde la Iglesia redescubre la llamada a mostrar su realidad más auténtica”.
Si somos capaces, como Iglesia, de descentrarnos de nosotros mismos; de querer ser significativos en esta sociedad, desde una presencia comprometida, cualitativa y coherente con los más desfavorecidos, dejando atrás determinados postureos mediáticos…entonces, nos estaremos inclinando hasta el suelo, para cuidar a los más empobrecidos, asumiendo la postura más elevada como Iglesia.1
- Trabajando junto a los movimientos populares y la sociedad civil.
En el n. 81, dice Dilexi te: “Los movimientos populares, efectivamente, nos invitan a superar «esa idea de las políticas sociales concebidas como una política hacia los pobres, pero nunca con los pobres, nunca de los pobres y mucho menos inserta en un proyecto que reunifique a los pueblos». Si los políticos y los profesionales no los escuchan, «la democracia se atrofia, se convierte en un nominalismo, una formalidad, pierde representatividad, se va desencarnando porque deja afuera al pueblo en su lucha cotidiana por la dignidad, en la construcción de su destino». Lo mismo se debe decir de las instituciones de la Iglesia”.
Tenemos que ser capaces de estar, de acompañar y, porque no decirlo, de unir nuestros recursos y experiencias comunitarias, con quienes han decidido ponerse del lado de los excluidos. No podemos querer estar con los que viven abajo y son nuestros hermanos y, a la vez, querer salir en la foto, con quienes siguen permitiendo situaciones de exclusión y marginación, que están llevando al 21% de la población aragonesa al riesgo de pobreza o exclusión social, según el informe El estado de la pobreza 2025 de la Red Europea de Lucha contra la Pobreza y la Exclusión Social (EAPN)2.
- Practicando la denuncia profética.
Afirma el Papa León XIV, en el N. 92: “…es preciso seguir denunciando la “dictadura de una economía que mata” y reconocer que «mientras las ganancias de unos pocos crecen exponencialmente, las de la mayoría se quedan cada vez más lejos del bienestar de esa minoría feliz”. En el n. 93, se nos dice cómo “el Papa Francisco ha recordado cómo el pecado social toma la forma de “estructura de pecado” en la sociedad, que «muchas veces […] se inserta en una mentalidad dominante que considera normal o racional lo que no es más que egoísmo e indiferencia. Este fenómeno se puede definir “alienación social”». Se vuelve normal ignorar a los pobres y vivir como si no existieran”.
En no pocas ocasiones, nos conformamos como Iglesia en publicar informes o declaraciones que hablan de las estadísticas, de las cifras de dinero que se está invirtiendo en tratar de paliar esta situación, pero nos sigue costando mucho la denuncia profética. Tememos las repercusiones o las consecuencias económicas que traerían consigo, el ser más explícitos, el decir de una forma más directa lo que está ocurriendo a las diferentes administraciones públicas o empresas privadas que favorecen la concesión de determinadas ayudas a proyectos sociales. Y en lugar de vivir, desde la libertad evangélica, defendiendo la dignidad de toda persona humana, incluida la de los más débiles3; preferimos adoptar una postura timorata, por no decir mediocre, que nos está conduciendo a que una parte de los creyentes tenga que adoptar esa presencia pública y de denuncia evangélica en la calle, mientras otra parte, prefiere mantenerse en un silencio políticamente correcto.
- Aprender de quienes son sujetos de la sabiduría de Dios.
Me parece de una belleza exquisita lo que el Papa León XIV escribe en el n. 102: “…aparece claramente la necesidad de que «todos nos dejemos evangelizar» por los pobres, y que todos reconozcamos «la misteriosa sabiduría que Dios quiere comunicarnos a través de ellos». Crecidos en la extrema precariedad, aprendiendo a sobrevivir en medio de las condiciones más difíciles, confiando en Dios con la certeza de que nadie más los toma en serio, ayudándose mutuamente en los momentos más oscuros, los pobres han aprendido muchas cosas que conservan en el misterio de su corazón”.
Si tuviéramos el valor de adentrarnos en la vida de estos hermanos, estoy seguro que saldríamos reforzados en nuestra propia fe; porque podríamos aprender a vivir con más hondura, la confianza y la esperanza en el Dios que nos llama y nos invita a seguirle. La experiencia resiliente de estos hermanos, sería una formación imprescindible para todos los que nos llamamos discípulos misioneros, para comprender que “las falsas seguridades que contraemos en nuestro quehacer cotidiano” nada pueden frente a las experiencias límite que ellos han experimentado en el camino de su vida.
- Los pobres, un desafío permanente a nuestro ser Iglesia.
Escribe el Papa en el n. 103: “El amor a los pobres es un elemento esencial de la historia de Dios con nosotros y, desde el corazón de la Iglesia, prorrumpe como una llamada continua en los corazones de los creyentes, tanto en las comunidades como en cada uno de los fieles. (…) Por esta razón, el amor a los que son pobres es la garantía evangélica de una Iglesia fiel al corazón de Dios. De hecho, cada renovación eclesial ha tenido siempre como prioridad la atención preferencial por los pobres, que se diferencia, tanto en las motivaciones como en el estilo, de las actividades de cualquier otra organización humanitaria”.
Nadie puede dudar que la Iglesia está realizando un esfuerzo grandioso, en recursos y medios, para estar cerca de los más empobrecidos y acompañarlos en procesos de inclusión, integración y de reinserción a la sociedad civil, de la que forman parte en cuanto son ciudadanos con todos sus derechos.
El problema surge cuando ante el incremento de la polarización política en nuestra sociedad, los mismos creyentes anteponemos nuestras propias ideas sobre el mismo Evangelio. Y cuando priorizamos las ideas, que nos vienen -en muchos ocasiones- a través de las RR. SS, sobre las personas, objeto de atención, cuidado y preferencia por el mismo Señor; entonces, aparece la indiferencia hacia los más empobrecidos en el interior de nuestra Iglesia.
“Muchas formas de indiferencia que hoy encontramos «son signos de un estilo de vida generalizado, que se manifiesta de diversas maneras, quizás más sutiles. Además, como todos estamos muy concentrados en nuestras propias necesidades, ver a alguien sufriendo nos molesta, nos perturba, porque no queremos perder nuestro tiempo por culpa de los problemas ajenos. Estos son síntomas de una sociedad enferma, porque busca construirse de espaldas al dolor. Miremos el modelo del buen samaritano». Las últimas palabras de la parábola evangélica —«Ve, y procede tú de la misma manera» (Lc 10,37)— son un mandamiento que un cristiano debe oír resonar cada día en su corazón.”4.
Si somos capaces de mirar con el corazón, dejarnos afectar en nuestra vida por el dolor y el sufrimiento de cualquier hermano necesitado y, actuar como lo haría Jesús, sin miedo a las consecuencias, entonces los pobres nos estarán evangelizando y llevándonos a la conversión que Dios quiere para cada uno de nosotros.
6. El Magisterio Social, un tesoro a descubrir y vivir en todas las entidades eclesiales.
La opción por los pobres es un desafío ineludible para la Iglesia de hoy. Para ello es necesario, no solo conocer lo que dice el Magisterio, en relación a las cuestiones sociales, sino tratar de encarnarlo en nuestra realidad local y particular. Las palabras, por muy bonitas que sean, si no van acompañadas de hechos, decisiones y gestos significativos y públicos, pierden todo su valor, y más tarde, resulta muy difícil recuperar la confianza de alguien, que quiso creer y fue decepcionado por la falta de coherencia de nuestro ser creyente.
Para nosotros cristianos, la cuestión de los pobres conduce a lo esencial de nuestra fe. El n. 111, lo dice de una forma tan directa y bella que sobran las palabras: “El corazón de la Iglesia, por su misma naturaleza, es solidario con aquellos que son pobres, excluidos y marginados, con aquellos que son considerados un “descarte” de la sociedad. Los pobres están en el centro de la Iglesia, porque es desde la «fe en Cristo hecho pobre, y siempre cercano a los pobres y excluidos, [que] brota la preocupación por el desarrollo integral de los más abandonados de la sociedad»”.
Ante la tentación, de que han de ser otros los que se ocupen de los pobres o la autojustificación de que nosotros no tenemos los suficientes medios y recursos, el Papa es claro y directo, en el n. 113: “En realidad, «cualquier comunidad de la Iglesia, en la medida en que pretenda subsistir tranquila sin ocuparse creativamente y cooperar con eficiencia para que los pobres vivan con dignidad y para incluir a todos, también correrá el riesgo de la disolución, aunque hable de temas sociales o critique a los gobiernos. Fácilmente terminará sumida en la mundanidad espiritual, disimulada con prácticas religiosas, con reuniones infecundas o con discursos vacíos»”.
León XIV, termina su carta, con unas palabras que todos los que nos llamamos seguidores de Jesucristo, podríamos firmar sin excepción, siempre y cuando fueran encarnadas en las personas favoritas por el Hijo de Dios. Dice así el n. 120: “El amor cristiano supera cualquier barrera, acerca a los lejanos, reúne a los extraños, familiariza a los enemigos, atraviesa abismos humanamente insuperables, penetra en los rincones más ocultos de la sociedad. Por su naturaleza, el amor cristiano es profético, hace milagros, no tiene límites: es para lo imposible. El amor es ante todo un modo de concebir la vida, un modo de vivirla. Pues bien, una Iglesia que no pone límites al amor, que no conoce enemigos a los que combatir, sino sólo hombres y mujeres a los que amar, es la Iglesia que el mundo necesita hoy”.
Que después de leer esta Carta, Dilexi te, podamos afirmar que “con los pobres, yo te he amado más, Señor”.
Nota 1: Cf. Dt 79.
2 https://www.elperiodicodearagon.com/aragon/2025/10/17/aumento-pobreza-cinco-aragoneses- riesgo-122722505.html
3 Cf. Dt 95.
4 Dt 107.