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Testimonio misionero de María Ortín en Perú

Diócesis de Teruel y Albarracín
4 de septiembre de 2018

Aquella noche la luna pareció apiadarse de mí una vez más, estaba recibiendo el último regalo de aquel magnífico viaje, el astro, en su total plenitud, me alumbraba la sobria fachada de La Recoleta permitiéndome contemplar por última vez la arquitectura peruana. En esa madrugada las espadañas me parecían majestuosas obras de arte acariciadas por la claridad de la luna, ¡cuán diferente fue la primera vez que mis ojos se posaron sobre ellas!, pero también !cuán diferente era mi corazón al llegar a Perú! El país y sus gentes, al igual que La Recoleta, eran los mismos, era yo la que había cambiado.

Llegué cargada de maletas, perfectamente vestida y conjuntada. Mis pendientes de perla blanca hacían resaltar mi bronceado playero y un ligero olor a vainilla que desprendía mi brillante pelo en cada uno de mis movimientos. Sabía perfectamente que me iba de misión, pero “antes muerta que sencilla”. Poco me duraron mis aires de “princesa”, La Recoleta, aquella iglesia de Cajamarca y que en su momento me pareció pobre, sería lo más fastuoso que vería en los dos siguientes meses. Enseguida me montaron con mis monumentales maletas de fosforitos colores en la parte trasera de una camioneta rumbo a un pueblo desconocido de las montañas peruanas, y digo desconocido no porque ni siquiera lo conociera las gentes de aquella región cajamarquina, sino porque !no estaba en Google Maps!

¿Qué queréis que os diga? Esa subida en la palangana del todoterreno hacia el pequeño pueblo llamado Morán Lirio fue el primer regalo que recibí en ese viaje. Rodeada de gente descalza con grandes sombreros de paja de palma, ponchos, niños colgados en las espaldas y en algún momento alguna que otra oveja, me agarraba al señor que tenía delante por miedo a caerme. El viento era tan frío y golpeaba tan fuerte que lo que menos me importaba en ese momento era mi perfecto pelo planchado, pero no os quiero engañar, tampoco el gélido viento me preocupaba, ni el olor a vaca, el paisaje que tenía ante mí opacaba todo lo demás. Una enorme falla terciaria rompía el cetrino paisaje mostrando la magnificencia de su roca interna. A 3500m, rozando las nubes más atrevidas, costaba respirar; quizá fuera la falta de oxígeno, pero yo lo achaco a los contrastados y meticulosos colores que habían sido jaspeados por El Creador en aquellas montañas: el cirúleo de la atmósfera se oponía, y a la vez casaba a la perfección, con el rutilante verde de los pastos donde vacas y ovejas disfrutaban de su manjar. Nada importaba en aquel instante más que el vértigo y la sensación de libertad que aquel todoterreno, la brisa, las gentes y el paisaje me estaban dando. ¿Lo mejor de todo? Que este momento se vio superado por otros todavía más palpitantes y especiales.

Dicen que la misión es dura. Quizá el permanente frío que calaba mis huesos, los enormes mosquitos jurásicos, las duchas a cubazos o las peleas con ratas por la comida de tu cocina no sean situaciones del todo cautivadoras, pero como toda aventura son necesarias para salpimentar el viaje. Esta misión ha agitado, alterado y traqueteado a mi ahora alegre corazón: cuando una permanente sonrisa brota inconsciente en tu cara sabes que eres feliz. ¿Cómo es posible que un pequeño pueblo escondido en las montañas de Perú me haya dado tanto? Se autodenominan “humildes” y quizá materialmente lo sean, pero la bondad y el afecto que me han dado no se podría comparar ni con su pico más alto.

Acostumbrada a una sociedad donde la honesta entrega escasea he contemplado maravillada la luz que los habitantes de Morán Lirio poseen. Fui a predicar la palabra de Jesús, pero he sido yo la que ha visto a Jesús en ellos pues Él está en el pobre y en el sencillo, en los niños. Cuando una pequeña de quemados mofletes, ojos pardos e inocente sonrisa me abrazó por primera vez allí no supe cómo reaccionar, los primeros segundos fueron de estupefacción. ¿Por qué lo estaba haciendo si apenas había intercambiado palabras con ella el día anterior? Por cortesía le devolví el abrazó y ella se aferró todavía más a mí. Fue entonces cuando lo sentí: la entrega total y desinteresada de amor, yo no había hecho nada por aquella niña, pero Jeny me envolvía con sus delgados brazos y su enorme corazón.

Me costó acostumbrarme a aquella sensación porque no únicamente fue ella, sino que todos los niños de Morán fueron poco a poco acercándose a mí a lo largo de los días con las mismas o similares muestras de afecto. No es que haya crecido en una familia carente de amor precisamente, pero en nuestra ajetreada vida, en nuestra desarrollada Europa, parece que nos cuesta lidiar con la exteriorización diaria del amor. ¿Por qué relegar estos bonitos gestos para ocasiones especiales?¿Por qué no aprender de estos niños en los que para ellos la ocasión especial es justamente estar contigo? A veces, estando escuchando tranquilamente en misa, una pequeña mano se escabullía dentro de mi poncho y me daba la mano mientras descansaba su cabeza en mí, otras se acurrucaban en mi regazo y se dormían. Mirando la sobria cruz del altar no podía más que agradecerle el cariño que me estaba dando El Señor a través de las gentes de allí ¡Qué fácil fue sentirse querida, amada y valiosa!

Aquella noche en La Recoleta, esperando el taxi, la iglesia no estaba alumbrada con la luz artificial de las farolas como solía estar, pero es que Morán Lirio tampoco lo estaba, aquel pequeño pueblo estaba alumbrado por la bondad de sus gentes; al igual que el destello de la luna, ellos brillaban de una forma natural, con un amor puro y sencillo alejado de la artificialidad a veces contemplada en Europa.

Cerrar la puerta del taxi me sobrecogió el corazón y un pequeño atisbo de llanto apareció en mi garganta. No me quería ir. ¿Cómo volver después de todo lo que mi corazón había aprendido? ¿Cómo decirle adiós a mis jóvenes compañeros misioneros que, a pesar de no habérselo reconocido, me bulle el pecho de lo que les quiero?, y… ¿cómo pagarles a las OMI, esas monjas tan cañeras que saben acompañar a cada joven desde su particularidad, desde la serenidad, el respeto y la alegría, la oportunidad de haberme dejado vivir todo esto?

Hoy, ya en España, sentada en un confortable sofá, recién duchada con agua caliente proveniente de una ducha y no de un barreño, sabiendo que si algo me pica es simplemente eso, un picor, y no una araña entrando en mi territorio, hecho de menos Morán Lirio y a mi familia misionera. Pero los regalos más bonitos son los que se comparten y yo quiero que este regalo que ha sido la misión no se quede esmeradamente custodiado en mi interior, quiero que sientan el afecto con el que me obsequió Jeny y el resto de ciudadanos de Morán. Quiero, al igual que ellos, ser instrumento y dadora de Dios y creo que, tras convivir con ellos y con las OMI, estoy un poquito más cerca de saber cómo hacerlo. GRACIAS!

María Ortín

 

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