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Opinión

Carmen Herrando

Reflexión cristiana ante un ser desvalido

10 de marzo de 2019

Emmanuel Mounier (1905-1950) fue un pensador cristiano que estaba convencido de la importancia de la persona, de su valor absoluto, así como de la necesidad imperiosa de volver a pensar –y, desde luego, vivir- dicho concepto, de volverlo a poner en el centro de la reflexión, muy especialmente en aquella Europa de los años treinta que se hallaba a las puertas de la terrible Segunda Guerra Mundial. “El universo de la persona es el universo del hombre”, afirmaba el filósofo; y lo hacía con brío, categóricamente. Su pensamiento nos da luz hoy precisamente para volver a pensar y encumbrar a la persona, ante tanto despropósito y tantas amenazas como se presentan contra ella.

Casado en 1935 con Paulette Leclercq, cristiana protestante –Mounier era católico- que no llegó a abandonar el cristianismo en el que siempre había vivido, tuvieron tres hijas. La mayor de ellas, Françoise, nacida en 1938, enfermó gravemente siendo todavía un bebé, debido a la encefalitis que le provocó una vacuna. Con una severa discapacidad, la pequeña Françoise quedó postrada, pasando así a un estado de vida vegetativa que provocó mucha desazón y una gran tristeza en sus padres. Con esa melancolía que la situación de su hijita gestaba en este matrimonio un tanto desconcertado, Emmanuel Mounier escribía a su esposa estas palabras: “Hay que transformar en alegría todo lo que la felicidad nos niega” (Carta a Paulette, 4-9-1939). Y más adelante anotaba la siguiente reflexión en su Diario, que es una muestra muy hermosa de la verdadera mirada de la fe:

Sentía acercarme a esta cuna sin voz como a un altar, como a algún lugar sagrado donde Dios hablaba como por un signo. Una tristeza penetrante y profunda; profunda, pero ligera y transfigurada. Y alrededor de ella, una adoración, no tengo otra palabra. Con toda seguridad, nunca he conocido de forma tan intensa la oración como cuando mi mano le decía cosas a esta frente que no respondía nada, cuando mis ojos se arriesgaban hacia esta mirada distraída, que llevaba lejos, lejos por detrás de mí, no sé qué acto emparentado con la mirada, un acto que miraba mejor que la mirada. Misterio que sólo puede serlo de bondad; me atreveré a decir: una gracia demasiado grave, una hostia viva entre nosotros, muda como la Hostia, resplandeciente como ella. Estos días leía a Bremond. Si toda plegaria verdadera se fundamenta en la muerte de las potencias sensibles, intelectuales y voluntarias; si la fina punta del alma del niño bautizado, como escribe no sé qué autor espiritual, es puesta en el instante del bautismo en contacto directo con la vida divina, ¿qué esplendores se ocultan en este pequeño ser que no sabe expresar nada a los hombres? Le hemos deseado durante muchos meses que se marchara, si tuviera que quedarse así. ¿No es esto sentimentalismo burgués? ¿Qué quiere decir para ella “ser infeliz”? ¿Quién puede decir que ella lo es? ¿Quién sabe si no se nos ha pedido que guardemos y adoremos una hostia entre nosotros, sin olvidar la presencia divina bajo una pobre materia ciega? Mi pequeña Françoise, tú eres para mí la imagen de la fe. Aquí abajo, la conoceréis en enigma y como en un espejo…

Palabras de fe, las de Mounier, que nos transportan al misterio de los desvalidos, de los desamparados, de los seres de desgracia. Muchas personas viven hoy realidades parecidas, y entre las pocas cosas admirables de nuestro mundo está la atención que se presta, también desde lo social, a la realidad de la discapacidad. Desde la Iglesia, por esta especial atención por los seres indefensos o abandonados que nos inculcó el Señor, siempre se ha prodigado un cuidado admirable, diligente y cariñoso a estas personas tan necesitadas de atenciones y cuidados. Y es que toda persona es, como también diría Mounier, “una presencia, una presencia activa y sin fondo”. Presencia misteriosa, desde luego; pero también sin fondo, precisamente por la radicalidad que acarrea toda hondura, por la inaccesibilidad que supone en la persona su condición de ser que tiene una dimensión sagrada.

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