Con Desiderio desideravi, la carta apostólica al pueblo de Dios publicada el pasado 29 de junio, Francisco invita a una verdadera formación litúrgica de todos los miembros de la Iglesia, dirigida a “vivir plenamente la acción litúrgica”.

¿Cómo podemos entonces recuperar la capacidad de vivir plenamente la acción litúrgica? Ante el desconcierto de la posmodernidad, el individualismo, el subjetivismo y el espiritualismo abstracto, el Papa nos invita a volver a las grandes constituciones conciliares, que no pueden separarse unas de otras. Y escribe que “sería banal leer las tensiones, desgraciadamente presentes en torno a la celebración, como una simple divergencia entre diferentes sensibilidades sobre una forma ritual. La problemática es, ante todo, eclesiológica» (31). Detrás de las batallas sobre el ritual, en definitiva, se esconden diferentes concepciones de la Iglesia. No veo cómo se puede decir, señala el Pontífice, que se reconoce la validez del Concilio y no aceptar la reforma litúrgica nacida de la Sacrosanctum Concilium (Cfr. 31).

Citando al teólogo Romano Guardini, muy presente en la carta apostólica, Francisco afirma que sin formación litúrgica, «las reformas en el rito y en el texto no sirven de mucho» (34). Insiste en la importancia de la formación, en primer lugar en los seminarios: «Una configuración litúrgico-sapiencial de la formación teológica en los seminarios tendría ciertamente efectos positivos, también en la acción pastoral. No hay ningún aspecto de la vida eclesial que no encuentre su culmen y su fuente en ella. La pastoral de conjunto, orgánica, integrada, más que ser el resultado de la elaboración de complicados programas, es la consecuencia de situar la celebración eucarística dominical, fundamento de la comunión, en el centro de la vida de la comunidad. La comprensión teológica de la Liturgia no permite, de ninguna manera, entender estas palabras como si todo se redujera al aspecto cultual. Una celebración que no evangeliza, no es auténtica, como no lo es un anuncio que no lleva al encuentro con el Resucitado en la celebración: ambos, pues, sin el testimonio de la caridad, son como un metal que resuena o un címbalo que aturde” (37).

Es importante, continúa explicando el Papa, educar en la comprensión de los símbolos, lo que resulta cada vez más difícil para el hombre moderno. Una forma de hacerlo «es, sin duda, cuidar el arte de la celebración», que «no puede reducirse a la mera observancia de un aparato de rúbricas, ni tampoco puede pensarse en una fantasiosa –a veces salvaje– creatividad sin reglas. El rito es en sí mismo una norma, y la norma nunca es un fin en sí misma, sino que siempre está al servicio de la realidad superior que quiere custodiar” (48). “Uno no aprende el arte de celebrar porque asista a un curso de oratoria o de técnicas de comunicación persuasiva (no juzgo las intenciones, veo los efectos), sino que “es necesaria una dedicación diligente a la celebración, dejando que la propia celebración nos transmita su arte” (50). Y “entre los gestos rituales que pertenecen a toda la asamblea, el silencio ocupa un lugar de absoluta importancia”, que “mueve al arrepentimiento y al deseo de conversión; suscita la escucha de la Palabra y la oración; dispone a la adoración del Cuerpo y la Sangre de Cristo” (52).

A continuación, Francisco observa que en las comunidades cristianas su forma de vivir la celebración «está condicionada -para bien y, por desgracia, también para mal- por el modo en que su pastor preside la asamblea». Y enumera varios modelos de presidencia inadecuada, aunque sean de signo contrario: «rigidez austera o creatividad exasperada; misticismo espiritualizante o funcionalismo práctico; prisa precipitada o lentitud acentuada; descuido desaliñado o refinamiento excesivo; afabilidad sobreabundante o impasibilidad hierática». Estos modelos tienen una raíz común: “Un exagerado personalismo en el estilo celebrativo que, en ocasiones, expresa una mal disimulada manía de protagonismo. Esto suele ser más evidente cuando nuestras celebraciones se difunden en red”, mientras que “presidir la Eucaristía es sumergirse en el horno del amor de Dios” (57).

El Papa concluye la carta pidiendo «a todos los obispos, presbíteros y diáconos, a los formadores de los seminarios, a los profesores de las facultades de teología y de las escuelas de teología, y a todos los catedráticos y catequistas, que ayuden al santo pueblo de Dios a sacar de lo que siempre ha sido la fuente primaria de la espiritualidad cristiana», reafirmando lo establecido en la Traditionis custodes, para que «la Iglesia eleve, en la variedad de lenguas, una oración única e idéntica capaz de expresar su unidad» y esta oración única es el Rito Romano surgido de la reforma conciliar y establecido por los santos pontífices Pablo VI y Juan Pablo II.