Opinión

José Manuel Murgoitio

Naturalmente, es un derecho.

20 de diciembre de 2019

El pasado mes de noviembre tuvo lugar el XV Congreso de Escuelas Católicas. Con esa ocasión escribí acerca de la importancia como Iglesia de tomar conciencia de la misión evangelizadora que, desde el ámbito de la acción educativa, desempeñan nuestras escuelas.
A los que asistimos a dicho Congreso, la ministra Isabel Celaá, que intervino en los protocolarios saludos iniciales, nos regaló, entre otras perlas, la ya conocida afirmación a través de los medios de comunicación de que “de ninguna manera puede decirse que el derecho de los padres a escoger una enseñanza religiosa o a elegir centro educativo podría ser parte de la libertad de enseñanza”.
Se trata de una afirmación que contiene en sí misma una profunda carga de demolición sobre uno de los pilares de la libertad de enseñanza proclamada en nuestra Constitución y que causó estupor entre los asistentes, no tanto por su misma manifestación, pues es sabido lo que los llamados sectores progresistas entienden por libertad cuando no responde a su propia concepción del término, sino por el lugar y momento en el que se produjo.
La afirmación de la ministra pretende dar contenido político a la pretensión jurídica de convertir la proclamación de derechos y libertades públicas contenidas en el artículo 27, párrafos 1º y 3º de la Constitución en un mero “flatus vocis”; es decir, una libertad que, si bien no se niega en el plano formal, queda vaciada de contenido en su aplicación real.
Frente a tal pretensión, es importante sostener que la defensa del derecho reconocido a los padres a elegir la educación de sus hijos conforme con sus propias convicciones religiosas y morales, ha de hacerse más allá del derecho positivo; es decir, del reconocimiento de dicho derecho en la Constitución, en tratados internacionales firmados por España y lo sentenciado en reiteradas ocasiones tanto por el Tribunal Constitucional como por el Tribunal Supremo.
El derecho natural a la educación de la prole, sobre el que se asienta el derecho de los padres al respeto de sus convicciones religiosas y morales, constituye un auténtico derecho de orden natural que, por su propia índole, pertenece a la esfera de actuación personal y autónoma de los progenitores que no puede ser invadido por el Estado. En efecto, este derecho y deber natural pertenece a la propia naturaleza de la persona y a sus relaciones paterno-filiales, con independencia de su reconocimiento positivo, y se inserta con fuerza propia en el haz de facultades que integran la autoridad familiar.
Y esta afirmación vale tanto para creyentes como para no creyentes. Y sitúa la defensa del mismo en un horizonte natural más allá del meramente eclesial, pues este derecho no es un privilegio de las diferentes iglesias o confesiones religiosas, como se nos pretende hacer creer, sino, como hemos dicho, un derecho de la persona que radica en su propia dignidad e independientemente de sus creencias. Naturalmente, estamos ante un derecho natural.

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