Ayer, primer jueves tras la solemnidad de Pentecostés, celebramos la fiesta de Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, un día para regocijarnos por el don de la Eucaristía, del Sacerdocio y de la Caridad fraterna, realidades inseparables. Damos gracias por nuestros sacerdotes, por esa mediación constante de Jesús ante el Padre por cada uno de nosotros, y volvemos la mirada a la trascendencia del sacerdocio ministerial, apuntando también a ese sacerdocio bautismal al que estamos llamados cada uno de los fieles.

Así nos lo recuerda otra celebración, la de la Santísima Trinidad, “corazón de nuestra fe y de toda la vida cristiana, que sólo Dios nos lo ha dado a conocer a través de su Hijo Jesucristo”. Lo escribe el arzobispo de Zaragoza, don Vicente Jiménez, invitando a la esperanza: “Porque participamos de la naturaleza de Dios y nos sentimos hijos de Dios e inmersos en su corriente trinitaria de amor, podemos y debemos amar a todos los hombres, que son también hijos de Dios y hermanos nuestros”.

En eso estamos: en el amor a los demás, fuente de la compasión a la que alude el papa Francisco cuando nos pide que recemos para que quienes sufren encuentren “caminos de vida, dejándose tocar por el Corazón de Jesús”. Así sea.

Oremos por saber hallar esos caminos.

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