Actos internacionales que realizamos en la Basílica de San Pío X o el Santo Rosario y Procesión mariana de las Antorchas en la explanada de la Basílica del Rosario. Estremecedores, miles de personas unidas en torno a la fe y al amor en Cristo Jesús, unidos por la devoción a Ntra. Santísima Madre de Lourdes. Maravilloso. Riadas de peregrinos acudiendo con el mayor fervor y recogimiento.

Y otros individuales como la celebración de bienvenida en la Iglesia de San José, la de la Basílica del Rosario, celebración penitencial en la Iglesia de Santa Bernadette,  misa concelebrada en la Gruta de Massabielle –donde Bernadette Soubirous, a la edad de  años, tuvo las visiones de la Virgen María-, Vía Crucis en la pradera, el paso por la Sagrada Gruta, la ceremonia del agua que brotaba desde la gruta… Celebraciones diarias oficiadas con gran solemnidad, con brillantes y emotivas homilías. Actos religiosos perfectamente armonizados por el órgano, guitarra y cálidas voces corales.

Con el corazón abierto qué fácil es sentir la ternura, la dulzura de Ntra. Santísima Madre.

En la Basílica del Rosario, la primera vez que entré, después de arrodillarme y santiguarme, mi mirada se encontró con la de un impresionante y magnífico dibujo de María, que nos acogía con las manos abiertas, y el corazón me dio un vuelco en el pecho. La visión de esa hermosa mujer me produjo un agradable estremecimiento, que posteriormente se repetiría en otros encuentros en los que la frecuenté individualmente. Ella estaba allí, nos acogía, entre nosotros. Y yo sonreí emocionado.

Y tampoco faltaron los momentos de recogimiento y oración en soledad.

A todos los actos marchábamos procesionando, con los estandartes a la cabeza, el Arzobispo y los demás sacerdotes, los peregrinos, muchos de ellos enfermos o mayores de edad que llevábamos los camilleros y respectivas damas en ingeniosos carros, y demás voluntarios, con vistosos uniformes –sobre todo ellas- todos entonando oraciones e himnos a María.

Postrarse ante cualquiera de las imágenes de la Virgen, o de la cruz de Ntro. Señor, era el anhelo de todos los allí asistentes. Con tanta devoción…, buscando la sonrisa de la Madre que nos sostuviese y estimulase en todos los momentos del día.

A mí me asignaron como camillero del carro de Jesús (de Berdún –Huesca-), una persona que si bien tenía unos cuantos años no los demostraba en su fuerza, energía y mentalidad y, sobre todo, profunda fe en María. En todas las salidas cada camillero y la dama acompañante (Raquel se llamaba la que a Jesús y a mí nos asignaron) teníamos asignado al mismo peregrino al que conducir.

Una anécdota. A todos nos gustan las anécdotas. Al final de la mañana de la última jornada, antes de volver a Zaragoza, cuando ya habían finalizado todas las actividades y solamente restaba la comida, recoger y montar en los autobuses para partir hacia la capital aragonesa, en el último ratico de ocio del que dispusimos yo me dirigí a despedirme de la Virgen en la Basílica de la Inmaculada, geográficamente la más alta y espectacular de todo el Santuario. Cuando bajaba la rampa de la iglesia a la explanada, pensaba en Jesús (mi peregrino), me gustaría volver a verlo antes del regreso, había sido una pena que el último adiós hubiese sido un poco frío y no como ambos, creo yo, hubiésemos deseado. En ese mismo instante lo vi. Venía, de la zona de tiendas dirección al Hospital donde se alojaban, acompañado por dos damas. Me faltó tiempo para correr, literalmente, hacia él, con los brazos abiertos, a la par que le daba gracias a la Virgen de Lourdes por ese milagrico de poder volver a verle. Le abracé efusivamente, una lágrima, que intenté disimular, cayo de mis ojos. ¡Gracias!, le dije una y otra vez, por lo bien que me has acogido, por el cariño que me has dado, por tu alegría, gracias; y yo le seguía abrazando con impulsividad. Y aproveché para decirle que hasta el próximo año, ¡por qué no!, si puedo allí he de volver dentro de doce meses.