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Opinión

Carmen Herrando

Alertas en torno al poder

13 de septiembre de 2019

No es extraño leer, en medios muy diversos, comentarios sobre el conocido “discurso de los melios”, los habitantes de la isla de Melos. Este discurso lo expone el historiador griego Tucídides (circa 460 – 396 a. C.) en el libro V de su Historia de la Guerra del Peloponeso, donde habla del poder con una claridad asombrosa. Los melios, aliados naturales de Esparta, son sometidos por Atenas cuando esta ciudad vence a la ciudad contrincante. Melos es una pequeña isla del mar Egeo, y sus pobladores, poco numerosos frente a la población de Atenas, recibieron un ultimátum de los atenienses para rendirse y dar tributo a su ciudad, que alardeaba de gran fuerza ante los pueblos de la región, y se negaba a compadecerse de los desconcertados melios cuando estos suplicaban piedad expresando que no eran un enemigo, sino un pueblo neutral.

Ante la insistencia de Atenas, los melios, pese a su inferioridad, decidieron luchar, convencidos de que los dioses les ampararían a ellos porque tenían la razón y la fuerza moral, mientras que Atenas sólo presentaba la fuerza bruta. Los melios expusieron a los atenienses razones de este tenor: “Sabéis, igual que lo sabemos nosotros, que en las cuestiones humanas las razones de derecho intervienen cuando se parte de una igualdad de fuerzas, mientras que, en caso contrario, los más fuertes determinan lo posible y los débiles lo aceptan”. Les decían que ellos, los atenienses, no tenían más “argumento” que la fuerza, y que confiaban en que fuesen razonables. Pero fue la fuerza la que venció, como sucede desde que el mundo es mundo. Y los pobladores de la isla fueron ejecutados, y las mujeres y los niños vendidos como esclavos. Es la “ley” del mundo, la ley de las sociedades humanas: cuando hay un fuerte y un débil, el primero despliega su poder todo lo que puede, y el segundo acaba sometiéndose a la fuerza que le atenaza y sofoca en él cualquier rastro de vida.

Uno de los más lúcidos textos sobre el poder lo escribió Romano Guardini en los años cincuenta del siglo pasado. La claridad de este escrito es encomiable, y lo que en él subraya el teólogo es que hablar de un poder sin rostro es faltar a la verdad, ya que -con sus palabras- “no existe ningún poder del que no haya que responder”. Se suele hablar, en efecto, del poder como de algo anónimo o lejano cuyos tentáculos nos alcanzan, pero el poder, como resalta Guardini, está vinculado a todas las actividades humanas, incluso a las que pudieran parecer más inocentes o puras; piénsese, por ejemplo, en el manejo del conocimiento, forma tan sutil de poder. Tucídides, Guardini, y tantos otros sabios conocedores de la naturaleza humana, alertan contra el ansia poder que tenemos las personas y previenen con gravedad contra el poder, sabedores de que nadie queda libre de esa tentación, como podemos comprobar al asomarnos a los propios adentros. 

El poder adquiere mayor brutalidad en el tiempo presente debido a que el mundo tiene cada vez menos noticia de la misericordia del Evangelio. Los discípulos de Jesús, el Cristo, hemos de seguirle a Él, manso y humilde de corazón, siendo conscientes de que la tentación del poder la albergaremos siempre en nuestras personas. En ella entra, por ejemplo, algo muy de la sociedad de nuestros días, como esa tendencia que hace que demos codazos al prójimo para salir nosotros en la foto… El afán de protagonismo es una tentación del poder a la que arrastra con verdadera eficacia cuanto nos rodea. Facilitando semejante ruido –el de las imágenes, que son como bengalas cegadoras- desvirtuamos la misericordia del Evangelio. Pensar sobre el poder es una clave de vida; no perdamos de vista que el poder es una tentación que acecha permanentemente 

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