Opinión

Nerea Vigo Iglesias

Efluvios de un alma sibilina

Pescador de almas

4 de julio de 2025

Hay algo en el mar que me ha hablado desde siempre. No con palabras, sino con un idioma más antiguo: el del ritmo, el del impulso que nace y vuelve, como un corazón que nunca deja de latir. De pequeña solía sentarme frente a él y mirar su vaivén durante horas mientras elaboraba efímeros castillos de arena. Me parecía que cada ola sabía algo que yo no. Cada cresta, cada espuma que se disolvía en la orilla, venía de un lugar lejano y traía consigo una historia que no podía leer, pero que me era de utilidad. Cada ola, pues, era un libro sellado: a mí venían muchos, pero como todavía no sabía leerlos, los apilaba para formar estructuras que nuevas olas habrían de llevarse mar adentro.

El mar nunca cambió. Ni de día ni de noche. Lo que cambiaría en años venideros sería mi manera de verlo.

Durante el día, el mar brilla y cada destello parece entonar una nota musical. Las olas se agitan, sí, pero no con furia, sino con musicalidad. Atender a él es como ver una mente en movimiento, clara, segura de sí misma. Quizá por eso de pequeña me mostraba reacia a bañarme: toda vasta mente impone cierto respeto. Aún así, la espuma me rozaba como una advertencia suave: “No te resistas tanto, niña, ve más allá. Atrévete a saber, a ser.” Y a veces iba. A veces me dejaba llevar hasta donde no hacía pie, solo para volver y entender que uno no vuelve nunca siendo el mismo.

De noche, el mar sigue ahí. No duerme. Su voz no se apaga, sólo baja el tono. El cielo lo envuelve y su superficie se vuelve negra y profunda, como si implosionara. Pero sigue hablando. Mece la costa con la misma paciencia, con la misma cadencia que ha mostrado horas antes. Y yo, hace apenas unas horas, me he sentado frente a él otra vez, no para buscar respuestas, sino para rendirme al misterio. Porque el mar no cambia. Solo cambia el modo en que lo miramos.

Con el tiempo he comprendido que en su vaivén hay una sabiduría más grande que yo. Como si esas olas, aparentemente caprichosas, obedecieran a un diseño que no se ve desde la orilla. No hay línea recta en el agua; sin embargo, ninguna ola rompe donde no debe. Cada curva tiene su porqué. Cada retroceso prepara el siguiente impulso. Hay un orden oculto bajo todo ese caos, que respira donde nadie puede y que canta donde nadie escucha. Y así, poco a poco, entendí que también mi vida era una línea ondulada. Que no todo debía ser claridad, que incluso en mis errores, incluso en los momentos en que creí estar perdida, había una dirección marcada y yo la seguía a pesar de abandonarme de vez en cuando a los desvíos.

¿Y por qué el mar? ¿Por qué dedicar a él este espacio, cuando, seguramente, estos días ya ocupe la vida de quienes me leen? Porque Dios no habla solo con palabras. A veces habla sirviéndose del mar: con oleajes que avanzan, con retiradas silentes, con choques suaves y con fuerza. Traza caminos con forma de ola. No son rectos, no son obvios, pero llegan a donde tienen que llegar. Nos toca a nosotros mirar con otros ojos, saber que detrás del aparente caos hay una mano que dibuja y esa obra no es ajena a nosotros: no somos sus espectadores, sino sus actores. Formamos parte de ese mar de almas.

En otras palabras, no somos ratones perdidos en un laberinto, tampoco caballos desbocados que buscan a toda costa una fútil victoria a la que alguien con más poder, pero también humano, los ha atado. Somos viajeros submarinos a quienes en algún momento Dios tiende la mano y al aceptarla, salimos del agua, respirando (por fin) aire puro, alma pura. Pesca, si se me permite el verbo, almas. Y cuando la nuestra aflora a la superficie descubre una vida prístina que otrora había permanecido borrosa y opaca, atrapada en violentas corrientes que ahogaban por doquier.

Este artículo se ha leído 115 veces.
Compartir
WhatsApp
Email
Facebook
X (Twitter)
LinkedIn

Noticias relacionadas

Este artículo se ha leído 115 veces.