Opinión

Nerea Vigo Iglesias

Efluvios de un alma sibilina

Volver al corazón

5 de junio de 2025

Junio es el mes del Sagrado Corazón de Jesús. Hasta hace un par de años, apenas prestaba atención a lo que en estos días acontece. Pero ahora, con mi medalla de cordón rojo colgando y latiendo, camino del Triduo de ese mismo Sagrado Corazón, el sentimiento que de mí brota es uno harto diferente. No comprendo cómo pude tardar tanto en mirar hacia lo que primero en tierra y después en cielo alentó, como alienta a cada uno de nosotros, a Jesús: el corazón.

Pienso ahora en el horizonte incierto de este tiempo inocuo, casi líquido, donde todo parece diluirse en la inmediatez y el ruido. Urge, desde luego, volver a hablar del corazón. No de uno como mera metáfora sentimental, tampoco de aquel biológico y mecánico, sino como el núcleo íntimo y esencial del ser, donde se gesta la unidad interior de la persona: su centro viviente. El corazón (como han intuido místicos, filósofos y teólogos) es más que un órgano: es el lugar donde Dios habla en silencio y donde el hombre, si escucha, comienza a ser verdaderamente.

El corazón, por tanto, no es una abstracción, sino carne que siente, sufre y ama sin medida. Frente al hombre fragmentado de hoy (disociado por los excesos de lo racional o lo instintivo, encadenado al consumo y disperso por la técnica), el Corazón de Jesús se yergue como una invitación a la síntesis: a recuperar el principio interior que armoniza, unifica lo disperso y devuelve al alma su orientación trascendente. Y emplear aquí la palabra «síntesis» tiene, también, un sentido: Jesús recoge todo cuanto hemos vivido, bueno y malo y sin dejar nada atrás, dota al conjunto resultante de nuevo sentido. Así, donde antes había piedra impertérrita hay ahora latido imperecedero.

No resulta extraño, pues, que en un mundo que ha aprendido a funcionar sin alma, donde todo puede calcularse pero nada parece valer, confiar en el Corazón de Jesús ofrezca una respuesta que no es técnica ni ideológica, sino sapiencial: volver al centro, allí donde brotan las pasiones más verdaderas, las convicciones más hondas, los actos más libres. Sólo desde ese centro se puede amar de veras, crear de veras, orar de veras. Porque, como ya he señalado, es un corazón que arde y no se agota en su ser. Un corazón herido, que sin embargo sana. Un corazón abierto, que llama. Y a esa llamada no se responde con discursos, sino ofreciendo el latido de uno mismo.

En tiempos de ruido, no basta pensar: hay que latir. Y sólo quien aprende a latir con Cristo aprende a vivir de verdad.

Este artículo se ha leído 176 veces.
Compartir
WhatsApp
Email
Facebook
X (Twitter)
LinkedIn

Noticias relacionadas

Este artículo se ha leído 176 veces.