Una semana de gloria. Carta del obispo de Barbastro-Monzón. 15 de junio de 2025

Ángel Pérez Pueyo
13 de junio de 2025

Después del fuego del Espíritu en Pentecostés, esta semana la Iglesia nos invita a contemplar dos misterios que están en el corazón de nuestra fe: el jueves 12 celebramos a Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote; y el domingo 15, la solemnidad de la Santísima Trinidad.

En Jesucristo contemplamos al sacerdote que no ofrece algo ajeno, sino a sí mismo. Él es sacerdote, víctima y altar. Su sacrificio no fue externo ni ritualista, sino la entrega viva, consciente y amorosa de todo su ser. Con su cuerpo roto y su sangre derramada, abrió para nosotros un camino nuevo hacia Dios. Como leemos en la Carta a los Hebreos: “Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad”. Este salmo que proclamamos en la liturgia nos recuerda que el verdadero sacrificio es la obediencia amorosa a la voluntad del Padre. Jesús no ofrece cosas, se ofrece a sí mismo: su cuerpo, su vida entera.

Su sacerdocio es único porque es personal, real y consciente. No basta con ofrecer algo simbólico. Es su carne la que se entrega, no como una obligación impuesta, sino como una decisión libre, nacida del amor. Jesús es sacerdote porque asume nuestra condición, porque se hace responsable por nosotros. No ofrece el sacrificio por sus propios pecados, sino por los nuestros. Es el Cordero que carga con las culpas del mundo, no por resignación, sino por obediencia filial y amor redentor. No huye, no se esconde, no se excusa. Da la cara por nosotros. Ahí se revela la grandeza de su sacerdocio: es una entrega total, altruista, pero sobre todo querida y bendecida por el Padre.

Esta entrega de Cristo no puede entenderse sin mirar al misterio de la Trinidad. Y aquí recuerdo una entrañable anécdota: un obispo fue a confirmar a un pueblo. Llamó a un joven y le preguntó qué había aprendido en la catequesis. El muchacho, sin dudar, respondió: “Gloria al Padre, gloria al Hijo y gloria al Espíritu Santo”. El obispo, sorprendido por el silencio que siguió, le preguntó: “¿Nada más?”. Y el joven, con firmeza, respondió: “¿Es que hay algo más?”.

El joven tenía razón, toda nuestra vida —como la de Cristo— es un canto de gloria: al Padre que nos creó, al Hijo que nos redimió y al Espíritu Santo que nos sostiene día tras día. La Trinidad no es una idea complicada para expertos, sino el corazón mismo de nuestra existencia creyente. Todo lo que somos y hacemos nace de este Dios que es comunión, entrega, unidad y diversidad al mismo tiempo.

Cada vez que amamos, perdonamos, servimos, estamos reflejando esa Trinidad en nuestra vida cotidiana. Cada gesto de caridad, cada ofrenda de nuestro tiempo o nuestra atención, es un eco de ese amor eterno entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Por eso, celebrar a Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote y a la Santísima Trinidad en la misma semana no es casualidad: es una gracia. El Hijo nos muestra el camino al Padre, y nos envía su Espíritu para recorrerlo con fuerza, esperanza y alegría.

Volvemos así al tiempo ordinario, pero no como rutina, sino con el corazón renovado. Que esta semana sea para todos una oportunidad para redescubrir el sacerdocio de Cristo como modelo de entrega para nuestra propia vida. Que, como Él, podamos decir: “Aquí estoy, Señor”. Y que, como aquel joven, sepamos reconocer con sencillez y profundidad lo esencial: ¡Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo!

 

Con mi afecto y bendición,

 Ángel Javier Pérez Pueyo

Obispo de Barbastro-Monzón

Este artículo se ha leído 120 veces.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Compartir
WhatsApp
Email
Facebook
X (Twitter)
LinkedIn

Noticias relacionadas