Una «familia estándar»

Uno de los pasados días veraniegos, navegaba distraídamente por Internet cuando topé con una noticia que me llamó poderosamente la atención. Una editorial global llamada Springer Link que, además de publicar libros, hospeda bases de datos científicas, había realizado una investigación con el objetivo de dar a conocer la forma en que el número de hijos influye en la felicidad de los padres. Luego de observar a diferentes familias de Alemania y Reino Unido, el estudio revelaba que el número ideal de hijos es dos y que, cuantos más hijos se tenían, más ingrata se vuelve la tarea de los padres en relación a la crianza y la economía del hogar.

Resulta ridículo que alguien sea capaz de publicar conclusiones tan irrisorias por una parte y tan obvias por otra. Establecer un baremo de felicidad en razón del número de hijos me parece imprudente. Conozco padres felices con un hijo, con dos, con ocho y hasta con diecisiete hijos. E, igualmente, familias abatidas con un solo hijo y con nueve. Recuerdo que hace algunos años se publicaba en la revista Forbes un estudio de investigación realizado por la Universidad de Chicago en el que se daba a conocer que los sacerdotes conforman el colectivo de profesionales más felices de la sociedad norteamericana. Y, en principio, los sacerdotes no tienen hijos.

Me atrevo a afirmar que nuestra felicidad será proporcional a la experiencia de Dios que podamos alcanzar en esta vida. Y esta experiencia pueden disfrutarla igualmente quienes no tienen hijos, los que tienen pocos y los que tienen muchos. En cualquier caso, tengo que agradecer a esta publicación que, después de su lectura, me sentí empujado a escribir este relato.

Hace algunas semanas, mis siete hijos mayores marcharon diez días a un campamento juvenil que se desarrollaba en el norte de la provincia de Burgos. Dos de ellos acudían como monitores y el resto como acampados. De manera que, en nuestra casa, solo nos quedaron los dos niños pequeños de dos y cinco años ¡la parejita!

Ante una situación tan insólita en nuestra familia, mi mujer y yo decidimos escaparnos tres días a un hotel de cuatro estrellas en primera línea de playa a pensión completa. El autor del pseudo estudio de investigación al que me refería anteriormente afirmaba que cuantos más hijos se tienen más ingrata se vuelve la tarea de los padres en relación a la economía del hogar. Evidentemente, con nuestros nueve hijos el destino vacacional hubiera sido muy diferente. Tal vez nos hubiéramos conformado con un pequeño apartamento a diez minutos en coche del mar, unos espaguetis con tomate para comer y unas salchichas de Frankfurt para cenar. Así que le doy la razón a nuestro concienzudo investigador. Sin duda, la economía del hogar se resiente conforme se tienen más hijos. Hasta que no leí el susodicho informe no había reparado en tal extremo.

Por ser menores de seis años, los niños se incluían gratis en la reserva del hotel y, a nosotros, por ser familia numerosa especial, nos aplicaron el 20% de descuento sobre la tarifa habitual. Así que nuestra aventura íbamos a financiarla con comodidad. Sobre todo, si consideramos que apenas soportamos gastos adicionales. Tan solo algún que otro helado que compramos en el paseo marítimo y que, por ser “familia estándar”, no fue necesario recurrir a un supermercado en los que venden cajas de 12 unidades.

Sin embargo, esta no fue la mayor curiosidad de estas vacaciones. Cuando llegamos a la playa resultó muy sencillo instalarnos en primera línea de mar porque solo necesitamos espacio para dos hamacas. Aunque lo verdaderamente singular fue que nadie nos miró cuando nos ubicamos en la dura arena cercana a la orilla del mar; observé de reojo a mi alrededor y comprobé extrañado que ninguna persona a nuestro alrededor contó el número de niños que nos acompañaba; éramos, por fin, una “familia estándar”. Hasta en el restaurante del hotel las mesas vacantes se encontraban dispuestas para cuatro comensales. Supongo que si nos hubiéramos presentado con nuestros nueve hijos tendría que haber negociado con el jefe de sala que nos permitiera situarnos en algún espacio reservado para grupos.

No sé si es más ingrata la tarea de padre conforme se tiene mayor número de hijos. Lo que puedo asegurar es que cuando mi hijo David tenía sueño reclamaba los brazos de una hermana que no estaba; cuando Gabriel terminaba de comer decía que se aburría porque no estaban sus hermanos para jugar. Y cuando cualquiera de los dos lloraba, nos pedían ir con sus hermanas o hermanos mayores.

Por otro lado, hacía muchos años que no había construido tantos castillos de arena como en estos tres días. Esta suele ser tarea de los hermanos. Sin embargo, no me quedó más remedio que sacrificar mis rodillas y mi espalda escarbando hasta encontrar agua en las profundidades de la arena, trabajando con el rastrillo y la pala más de dos horas cada día.

Como ya he comentado, no había hermanos mayores que pudieran acompañar a los pequeños a sumergirse en el mar. Confieso que a mí me encanta la playa pero soy perezoso para el baño. Al no haber otro candidato, me ofrecí a sustituir a los hermanos ausentes y aparentar que seguía disfrutando con las olas media hora después de haber iniciado nuestro baño. Los pequeños son incansables en el agua y aunque sus labios morados los delaten, prefieren mantenerse firmes en el mar. Mi cuerpo, sin embargo, me pedía calor y descanso.

Tener más hijos puede resultar más gravoso económicamente y más ingrato para los padres. Pero lo que para nosotros prevalece no es nuestra felicidad sino la de nuestros hijos. Y si vemos que ellos son felices, nosotros lo somos. Además, puedo asegurar que, en mis veinte años como padre de familia, lo supuestamente gravoso o ingrato, se ha convertido misteriosamente en fácil y grato. Porque es mucho más sencillo educar a nuestros hijos en la capacidad de esperar, de perdonar, de compartir o de posponer su satisfacción, cuando estas virtudes se integran en un escenario doméstico como el nuestro, que intentar aplicarlas en cualquier otro contexto familiar.

Es cierto que la educación de cada hijo supone un verdadero reto para los padres. Y que, en muchas ocasiones, esta tarea resulta desagradecida por lo que, periódicamente, afloran en nosotros sentimientos de impotencia e incapacidad. Ante esta realidad, solo nos queda contemplar a la Sagrada Familia y rogar que nos conceda su gracia y virtud para realizar lo que para nosotros es imposible.