Una cajita de besos. Carta del obispo de Barbastro-Monzón. 1 de junio de 2025

Ángel Pérez Pueyo
30 de mayo de 2025

Cuentan que una madre, con todo el cariño del mundo, colocó sobre la mesa del comedor una pequeña caja envuelta con todo esmero. Era el regalo de cumpleaños de su hija. Cuando llegó el momento de abrirlo, la niña, con impaciencia, descubrió que la caja estaba vacía. Desilusionada y molesta, se la lanzó a su madre a la cara, sin dejar que ella pudiera explicarse. Solo mucho más tarde, cuando ya era demasiado tarde, la joven descubriría el verdadero contenido del regalo: su madre había llenado aquella cajita de besos, de amor puro y silencioso. La encontró tiempo después, al morir su madre, guardada entre su ropa. Desde entonces, cada noche, antes de dormir, la abría con ternura para recibir ese beso invisible, que no supo valorar en su momento.

Esta historia sencilla y profundamente conmovedora nos habla de algo hondamente humano y divino: el valor inmenso de la familia y del amor que se da en silencio, sin esperar recompensa, sin hacerse notar. Como aquella cajita, la familia es muchas veces un regalo que no sabemos apreciar a tiempo. Nos acostumbramos a su presencia, a sus gestos cotidianos, a ese amor incondicional que parece estar siempre ahí, disponible, inalterable. Pero solo cuando la vida nos lo arrebata o nos pone a prueba, descubrimos cuánto significaba, cuánto bien nos hacía.

En la familia se guarda lo más valioso: ese amor que nos hace crecer, que nos forma y transforma, que da sentido a la existencia. La familia es ese microclima de afecto, servicio y entrega, donde aprendemos a amar y a ser amados, donde se forjan los valores que nos hacen verdaderamente personas. Es escuela de humanidad, cuna de la fe, taller donde se modela el corazón. En medio de un mundo que a menudo banaliza lo esencial y exalta lo superficial, la familia sigue siendo el terreno más fértil para la vida auténtica y para el encuentro con Dios.

En este final de mayo celebramos en Roma el Jubileo de las Familias y evocamos con ternura a nuestra Madre, la Virgen María. Contamos que esta experiencia haya sido un tiempo de comunión, alegría y renovación. Como María, hemos sido enviados a llevar a Jesús a los demás desde la sencillez del hogar. Ella, la primera creyente y la primera discípula, nos enseña a vivir nuestra fe en lo cotidiano, a guardar en el corazón cada gesto de amor, cada sacrificio escondido, cada beso que se da sin ser visto, cada palabra que consuela, cada abrazo que fortalece.

María es más que un modelo: es nuestra Madre. En este camino de la vida y de la fe, ella es como nuestro código QR, que nos conecta directamente con Jesús. A través de ella, comprendemos mejor quién es su Hijo y quiénes somos nosotros. Con María aprendemos a escuchar, a confiar, a servir. En ella descubrimos el estilo de Dios: humilde, cercano, disponible. Ella no protagoniza, pero hace posible todo. No impone, pero transforma. No se impone, pero intercede. Su presencia silenciosa y fiel es el gran secreto de la vida cristiana.

Al volver del Jubileo, queremos traer de Roma una cajita llena de besos espirituales: los de nuestra Madre del cielo, los de tantas familias que siguen creyendo en el amor, los del mismo Jesús que se hace presente en cada hogar que lo acoge con fe. Somos testigos de que la familia es un don que hay que custodiar, acompañar y proteger. En un mundo donde tantos viven solos, heridos, sin raíces ni abrazos, estamos llamados a ser bálsamo de Dios, caricia de Dios, para tantos que buscan consuelo, sentido y esperanza. Nuestra misión es sencilla pero urgente: amar como Jesús, servir como María, vivir como familia.

Que María en todas las advocaciones diocesanas nos siga reuniendo en torno a la mesa familiar. Que nunca nos falten esas cajitas invisibles donde guardamos los besos de quienes amamos. Y que cada uno de nosotros, desde su vocación y realidad, sea también una cajita viva, llena del amor de Dios, para compartirlo con el mundo, para sembrar ternura allí donde haya dolor, para irradiar luz allí donde haya oscuridad.

Con mi afecto y bendición,

Ángel Javier Pérez Pueyo

Obispo de Barbastro-Monzón

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