Acabo de aligerar el alma de miedos y preocupaciones al celebrar, en la Eucaristía del domingo, que Jesús vive entre nosotros, y es un buen momento para tomar nuestro café mañanero, mientras comento con él su Evangelio, que hoy contiene la tercera parábola dirigida a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo (Mt 22, 1-14). Tan reiteradas advertencias no dejan de mosquearme; así que, ni corto ni perezoso, le he soltado lo que pienso.

– Otra vez te has metido con los jefes: primero fue la parábola de los dos hijos, luego, la de los viñadores homicidas y, como guinda, esta de los invitados que rechazan acudir a la boda del hijo. No me extraña que te vieran con malos ojos…

Él se ha sonreído y, después de dar un sorbo al café calentito, me ha dicho:

– Escúchame una cosa: no pienses que les tenía manía; a fin de cuentas, tenían una tarea muy digna: guiar al pueblo hacia el Reino de mi Padre. Pero, desgraciadamente, buscaban más su interés que el bien de la gente.

Pero he metido baza, recordándole que aquellos jefes, sobre todo los fariseos, eran muy escrupulosos en el cumplimiento de la Ley.

– Demasiado -ha dicho él-. Tan escrupulosos que habían convertido en deseos de Dios lo que no eran más que costumbres humanas y bastante hipócritas, por cierto. Amaban más sus tradiciones que a la gente desvalida, que el Padre mira con compasión porque son sus hijos.

Le he mirado a los ojos con intención de soltar una pregunta, pero él se me ha adelantado:

– ¿Para qué piensas que el Padre me envió a este mundo? Se lo dije claramente a uno de los pocos fariseos honrados que encontré. Se llamaba Nicodemo y fue el que pidió mi cadáver a Pilato para enterrarlo dignamente, sin que se quedara varios días colgado de la cruz. Le dije que «tanto ama Dios al mundo que no me ha enviado para condenarlo, sino para que el mundo se salve por mí». Pero los jefes nunca quisieron aceptarme. Se lo recordé de muchas maneras para ver si les tocaba el corazón. En la parábola de hoy, en los invitados que desprecian la invitación con excusas banales, están representados todos los que se desinteresan de Dios, porque están muy ocupados con sus negocios y diversiones, aunque esto sólo les trae infelicidad, porque, al igual que Jerusalén, rechazan lo que podía darles una paz duradera. No olvides que cuando esta parábola se fijó por escrito, Jerusalén ya había sido destruida por el ejército romano de Vespasiano hasta no dejar piedra sobre piedra.

– Sí, de acuerdo -he respondido-; pero, ¿a qué viene esa escena final, en la que, entre los nuevos invitados, hay uno sin el traje de fiesta, que es echado fuera? ¿Cómo podía llevar traje de fiesta, si era un pobre hombre que había sido recogido por el camino?

– No me digas que no lo entiendes. Los nuevos comensales sois vosotros, la Iglesia que sustituyó al pueblo de las promesas. Mi intención no era fijarme en que el vestido fuera de un paño más o menos noble, sino haceros caer en la cuenta de que también vosotros corréis el riesgo de relajaros, como los primeros invitados, y dejar de producir los frutos que reclama el Reino de Dios.

– O sea -he concluido- que también nosotros hemos de aplicarnos el cuento.

– Así es -ha dicho él mientras nos levantábamos después de pagar la consumición-.