Laura Spinney en su ensayo sobre la epidemia de la gripe española de 1918, El jinete pálido, pone en evidencia, en uno de sus capítulos, una reacción humana básica ante las catástrofes y las crisis sociales: la resilencia colectiva. Se trata del impulso de ayudar a los demás, una respuesta inmediata y considerada como adecuada por la mayoría de la población.
Éste es un sentimiento descrito por los psicólogos que creen que se genera porque las personas nos identificamos con esas situaciones de sufrimiento o muerte que pueden estar viviendo nuestros semejantes. En esos momentos pierde peso nuestra identificación como individuos, para adquirir relevancia la identidad como miembros de un grupo que ha sufrido o son víctimas de una catástrofe. La idea es que todos formamos parte de un mismo destino, de una misma familia podríamos decir. Y ello, a pesar de que en crisis sanitarias como las de la gripe española o la actual, la mejor opción para salvarnos hubiera sido comportarnos egoístamente, es decir no tener contacto o abandonar a su suerte a los enfermos.
Pero según esta teoría de la resilencia colectiva, una vez que se tiene la sensación de que el peligro ha pasado o se ha recuperado cierta normalidad, dicha identidad grupal acaba diluyéndose y, por lo tanto, abandonándose, para adquirir de nuevo protagonismo la identidad individual. Y es en ese momento cuando, por la lógica de los vaivenes, con toda probabilidad, comiencen a darse actos de verdadera maldad, engaño o cuando menos egoísmo. Y de nuevo comienzan las divisiones, los enfrentamientos y la fractura social.
Ya todos tendremos en nuestra mente lo vivido a lo largo de este año, a propósito de la pandemia provocada por la COVID 19, y que no voy a relatar porque es de sobra conocido. Todos habremos ya identificado situaciones de solidaridad vividas en los meses de marzo y abril, u otras como las que estamos viviendo en los últimos meses.
Lo importante e interesante aquí es reconocer la capacidad del ser humano para reaccionar ante el sufrimiento de sus congéneres e identificarlos como parte integrante de sus propias vidas. Reconocernos como un todo y sobre todo reconocer la capacidad de dar una respuesta colectiva ante esos momentos de dificultad. Lo que afecta a uno nos afecta a todos colectivamente. Sin embargo, tras el primer impacto sólo unos pocos son capaces de mantener esa mirada, siendo posiblemente la mayoría los que tornan sus intereses a lo particular, a su identidad meramente individual.
Y eh aquí el reto que magistralmente proyecta la nueva encíclica del Papa Francisco, Fratelli tutti, cuyo subtítulo, la fraternidad y la amistad social, evidencia la necesidad de prodigar este sentimiento de pertenencia común y de vínculo más allá de los momentos difíciles. Para los discípulos de Jesús de Nazaret no hay duda, todos somos hijos de un mismo Padre.
Francisco describe y señala las bases para asentar un mundo, una sociedad en la que pueda perdurar ese sentido de fraternidad universal: “la vida subsiste donde hay vínculo, comunión, fraternidad; y es una vida más fuerte que la muerte cuando se construye sobre relaciones verdaderas y lazos de fidelidad. Por el contrario, no hay vida cuando pretendemos pertenecer sólo a nosotros mismos y vivir como islas: en estas actitudes prevalece la muerte”.
Y es que cerrarnos a lo particular, a nuestra identidad individual, como una tendencia nociva para nuestra sociedad o cualquier actividad desarrollada en su seno, comienza a ser una idea compartida ya por muchos.
Guillermo Fatás en un reciente artículo contraponía, a propósito de la vida política en España, idiotas (idios: privado, lo particular, uno mismo) con koinotas (Koinós: lo común, la casa), es decir aquellos políticos que imponen al partido una visión particular, limitada a sus intereses propios, o los que trabajan desde una visión de lo común para el bien de todos. Lamentablemente terminaba el artículo constatando que los de visión koinota ni están, ni se les espera.
Si aplicamos esta dicotomía a cualquier faceta de la vida también nos podemos encontrar con aquellos que buscan únicamente su propio interés desde lo particular en una esfera individualista, (idios), y aquellos otros que trabajan por el bien común, conscientes de que vivimos todos bajo un mismo techo, la casa común, (koinós).
El Papa Francisco propone un instrumento para fomentar el bien común y revertir el individualismo en nuestra sociedad y en la esfera política, la caridad política: “Reconocer a cada ser humano como un hermano o una hermana y buscar una amistad social que integre a todos no son meras utopías. Exigen la decisión y la capacidad para encontrar los caminos eficaces que las hagan realmente posibles. Cualquier empeño en esta línea se convierte en un ejercicio supremo de la caridad. Porque un individuo puede ayudar a una persona necesitada, pero cuando se une a otros para generar procesos sociales de fraternidad y de justicia para todos, entra en «el campo de la más amplia caridad, la caridad política». Se trata de avanzar hacia un orden social y político cuya alma sea la caridad social. Una vez más convoco a rehabilitar la política, que «es una altísima vocación, es una de las formas más preciosas de la caridad, porque busca el bien común»”. Fratelli Tutti, 180.
Pongámonos entonces a colaborar desde lo común y a trabajar para fortalecer los vínculos, con la esperanza de que la idiotez (relativa a idios) acabe arrinconada, ante la evidencia de que no existe otro camino que la “fraternidad y la amistad social”.