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María Aurora Bailón Ibáñez, misionera claretiana: “Los años vividos como misionera han sido los mejores de mi vida, un regalo de Dios”

José María Albalad
23 de octubre de 2016

La Iglesia celebra hoy el Domund para ayudar a los misioneros. Interiorizar su testimonio es un estímulo para comprometerse y dar ejemplo cristiano.

Estudiante y trabajadora. Nací el 16 de septiembre de 1953 en Granja de San Pedro-Monreal de Ariza, en el límite entre Zaragoza y Soria. Estudié el bachillerato en Moncada (Valencia) y durante esos años viví interna en la comunidad religiosa de las Hermanitas de los Ancianos Desamparados de Masarrochos. Terminado el bachillerato, estudié Banca y Secretariado en Zaragoza. En 1972 empecé a trabajar en Finanzauto y Servicios hasta finales de 1981, año en el que viajé a Colombia como Misionera Seglar Claretiana.

Sed de plenitud. Siempre alimenté la idea del servicio a los demás, motivada por mis padres, que fueron personas religiosas, bondadosas y de una gran rectitud. Pensé la posibilidad de entrar a la comunidad de las Hermanitas de los Ancianos Desamparados, pero sentí que Dios me llamaba por el camino laical a un servicio misionero desde el Evangelio de Jesús a los más empobrecidos. A pesar de llevar una vida ordenada, de ser “buena persona” y de tener un trabajo estable, sentía que la vida se me iba de las manos sin aportar nada a las transformaciones sociales y religiosas que necesitaba el mundo.

Misionera claretiana. Fui enviada en1981 a Colombia para reforzar un equipo que estaba atendiendo comunidades campesinas negras o afrodescendientes en Chocó, en la región del Medio Atrato. Y ahí sigo. Mi destino ha sido siempre la cuenca media del río Atrato, en la que están ubicadas 124 comunidades negras, con una población aproximada de 45.000 habitantes.

Una vida de servicio. Aunque llevo 34 años en esta región, mi rol ha ido cambiando en la medida que las organizaciones étnico-territoriales han asumido su papel, desplazando la presencia de los equipos misioneros hacia los programas que están más débiles en las comunidades, como etnoeducación, etnosalud, fortalecimiento de las empresas comunitarias y derechos humanos, sin renunciar a nuestra acción prioritaria que es la formación bíblica y la catequesis.

Regalo de Dios. Los años vividos como misionera han sido los mejores de mi vida, un gran regalo de Dios, me siento feliz, dichosa, y no me cambio por nadie. El discernimiento, la formación, la cercanía con las comunidades y el compromiso por una evangelización liberadora nos ha humanizado como personas y ha fortalecido nuestra fe en el Dios humano que opta por los pobres, los débiles, los que no cuentan en la sociedad, viviendo en la dignidad de hijos de Dios.

Sin miedo. Animo a vivir la vocación misionera desde una motivación religiosa, partiendo del seguimiento de Jesús de Nazaret. La figura de Jesús nos aporta un testimonio de vida tan fascinante que, si lo seguimos, damos un gran avance en la vivencia plena de los valores del Reino, transformando la sociedad desde el amor, la inclusión, la construcción de la paz, la armonía con Dios, los seres humanos y la naturaleza, sin necesidad de recurrir a la violencia.

Llamada universal. Los misioneros y misioneras necesitamos el apoyo de la gente de a pie. El plan de Dios es que todas las personas disfruten los derechos fundamentales, como el derecho a la vida, a la alimentación, a la salud, al trabajo, a una vivienda digna, a una naturaleza sana. La oración es clave, pues lo que pedimos a Dios de corazón se convierte en una energía positiva esencial para seguir caminando.

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