Hace 10 años las hermanas clarisas de Huesca dedicaban con alegría, después de restaurarla, la iglesia de su Monasterio en una celebración multitudinaria junto a muchos fieles oscenses. En su corazón latía “un sueño”: poder exponer al Santísimo Sacramento durante todo el día. Al cabo de una semana de abrir su iglesia, gracias al entusiasmo y fe de dos familias, se empezaron a hacer turnos de 12 horas todos los días. Y el jueves, toda la noche. Desde entonces, ininterrumpidamente, el sueño de la adoración se convirtió en el milagro eucarístico de hoy.
Encuentro. La primera palabra que me brota del corazón es “Encuentro”. Es el encuentro con Cristo, en el Santísimo Sacramento del Altar, que no se cansa de esperarme, de esperarnos, para que le confiemos nuestra vida, con sus luces y sus sombras, con sus secretos e ilusiones. Es en el silencio del corazón, que es donde habla Dios, donde Jesús nos regala su amor y nos promete que nunca nos va a dejar solos.
Sed de Dios. Para mí la adoración es puro don de amor, que Dios ha puesto en mi corazón, necesidad de estar con él. Una necesidad amorosa semejante a la sed, que si no la sacias, crece y aumenta el ansia de él. “Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo: ¿cuándo entraré a ver el rostro de Dios?” (Sal 42, 3).
Mirar al Señor. Mirar al Señor cara a cara y saberme mirada por él cambia mi vida. Él está siempre esperándome para abrazar mi vida; la ama y la acoge tal cual es, con todos sus errores, equivocaciones, frustraciones y amarguras, aciertos y alegrías. Su presencia me renueva, me anima y, sobre todo, me llena de alegría y paz. Solo él puede dar tanto por tan poco.
Descansar en él. Ir a adorar es responder a la llamada de Jesús en el Evangelio, cuando nos dice: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré”. Yo vivo esa experiencia de descansar en compañía de mi mejor amigo en cada adoración, compartiendo con él todo. Es alabanza, acción de gracias, ofrenda, intercesión y petición de perdón. Allí Jesús me da su fuerza y su paz.
Una historia de amor. Hace diez años comenzó una historia de amor. Los protagonistas, Dios y yo. En aquel momento mi vida corría serio peligro según los médicos. Sin dudarlo y en cuanto lo supe, fui a buscarlo a él, al mejor de los médicos, a mi Dios. Sé que su presencia en el sacramento es real. Y lo sé, no porque el cáncer que tuve desapareciese sin tratamiento alguno, sino porque cada vez que me he acercado al misterio de la eucaristía he tenido la certeza de ser acogida por todo un Dios presente y actual.
Una gran bendición. Para nosotros es una gran bendición que el Señor nos haya escogido para disfrutar, durante unos minutos, de su compañía en la adoración eucarística. En esos momentos, que solemos disfrutar en familia, podemos sentirnos amados y mirados por el Señor.
Confianza en él. La adoración al Santísimo me ha llevado a establecer una relación muy íntima con el Señor y mi fe continúa creciendo cada vez más. También, puedo decir que vivo confiada en él, sé que es él el que tiene el control de mi vida y aunque muchas cosas yo no entienda ni comprenda, mi corazón vive abandonado en su divina providencia.
Texto: Hermanas Clarisas de Huesca