La palabra de Dios en la vida del enfermo (XII)

LA ENFERMEDAD, COMO ACONTECIMIENTO DE SOLEDAD Y DE SILENCIO

Habitualmente, la enfermedad nos obliga a parar, a hacer un alto, a suspender la frenética actividad diaria y comprobar que, mientras se está postrado en una cama, el mundo no se detiene. El enfermo, en este sentido, es un privilegiado; porque en este nuevo escenario, puede descubrir realidades inexploradas hasta ese momento para él. Una de ellas es el silencio.

Señala Romano Guardini en “El Señor” que “es en el silencio donde suceden los grandes acontecimientos”. En un primer momento, la visita de esta soledad impuesta puede generar una especie de síndrome de abstinencia y provocar en el enfermo desorientación, tristeza y destemple ante la falta de las acostumbradas dosis de ruido que nos suelen acompañar en nuestros días. Sin embargo, si se consigue superar este cuadro febril inicial, el silencio nos impulsará a cerrar nuestros ojos, callar nuestros labios y contemplar a Dios que vive dentro de nosotros en las regiones profundas e íntimas de nuestro abismo personal (Cardenal Robert Sarah, La Fuerza del Silencio).

San Pablo nos invita en su Epístola a los Filipenses, a tener entre nosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús. El silencio nos empuja a acallar nuestras pasiones y nuestros sentimientos humanos más miserables para que aquella invitación pueda hacerse carne en nosotros.

En el silencio de la enfermedad, encontraremos también la libertad, la liberación de todos aquellos lastres que nos separan de las profundidades de los misterios de Dios. Este silencio será como un regreso a nuestro origen celeste en el que solo reinan la paz, la contemplación y la adoración ante la presencia de Dios nuestro Padre. Será asimismo, como un anticipo de la eternidad en la que estaremos en silencio contemplando las maravillas que el Señor nos tenía preparadas.

En esta soledad, nos asaltarán los grandes interrogantes del hombre. ¿Cómo puede ser que Dios, que es mi Padre, que me ama, que es todopoderoso, sin embargo, permite que me encuentre en esta situación de precariedad, de enfermedad, de dolor, tal vez de desmoronamiento de mi cuerpo? Acudirán aquellas voces que susurrarán una respuesta a dicha pregunta: eso sucede porque, o bien Dios no es todopoderoso, o bien no te ama. Y, un Dios que no tenga tales atributos, es un Dios inexistente.

El Cardenal Robert Sarah afirma con brillantez en su obra “La fuerza del silencio” que Dios es Todopoderoso y, al mismo tiempo, quiere permitir que el hombre sea realmente libre. En el simple hecho de admitir la libertad humana reside una renuncia al poder. Porque la omnipotencia de Dios es la omnipotencia del Amor. El acto de la creación es una especia de autolimitación de Dios. Y así, el sufrimiento del hombre se convierte misteriosamente en sufrimiento de Dios. En la naturaleza divina el sufrimiento no es sinónimo de imperfección.

Como ocurre con nuestros hijos, cuando les dejamos que tomen decisiones y, por tanto, que asuman riesgos, aceptamos que puedan acabar sufriendo si toman caminos equivocados. Dios, asimismo, quiere que seamos libres de construirnos a nosotros mismos y su Infinito Amor le impide toda coacción.

Creer en un Dios silencioso que “sufre” cuando nosotros sufrimos, cuando estamos enfermos, es hacer más misterioso aún el silencio de Dios. Pero también, más luminoso; es eliminar una falsa claridad para sustituirla por brillantes tinieblas.

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