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La palabra de Dios en la vida del enfermo (X)

Raúl Gavín
8 de marzo de 2018

LA ENFERMEDAD, COMO ACONTECIMIENTO DE ESPERANZA

“Alegraos en la medida en que participáis en los sufrimientos de Cristo, para que también os alegréis alborozados en la revelación de su gloria”. 1 P 4,13.

“Sed sobrios y velad. Vuestro adversario, el Diablo, ronda como león rugiente, buscando a quién devorar. Resistidle firmes en la fe, sabiendo que vuestros hermanos que están en el mundo soportan los mismos sufrimientos. El Dios de toda gracia, el que os ha llamado a su eterna gloria en Cristo, después de breves sufrimientos, os restablecerá, afianzará, robustecerá y os consolidará”. 1 P 5, 9-10.

La primera conclusión que podemos extraer de estos dos textos es que la enfermedad o el dolor en general, vivido por un cristiano, no es algo penoso, no es un acontecimiento trágico entendido como el mundo lo hace. Porque el sufrimiento, desde la fe, es un padecer elevado por encima de esta tierra y la cruz que la enfermedad representa, termina por ser gloriosa.

Esto es así al contemplar la enfermedad, la muerte y la cruz como antesala necesaria de la resurrección. Esa luz de una vida que no termina, acompaña y abre vías en medio de la oscuridad y la tentación de la desesperación. El sufrimiento cristiano es, por tanto, condición previa para la felicidad plena y definitiva.

Lógicamente, sólo desde esta visión de fe, es comprensible la alegría y el optimismo de tantos testigos en medio de sus padecimientos y tribulaciones. Y este gozo, incomprensible para el mundo, no resulta de una aceptación resignada de las circunstancias, según la cual es justo este “padecer” como resultas de nuestros pecados o de nuestra débil condición. La alegría proviene de algo mucho más profundo, como explica S. Pedro: los que participan de los sufrimientos de Cristo, se hacen dignos del reino de Dios.

Por otra parte, morir es cuestión de tiempo para todos; y esta realidad, lejos de empujarnos al miedo y la angustia, nos impulsa a la esperanza; porque ese momento comportará, como describe el Himno de Pascua, el fin del luto, del llanto, de los pesares y el comienzo de una Vida Nueva. Tan es así, que para San Pablo, que experimentó de manera abundante el dolor en su vida, la cruz es “fuerza de Dios” porque, como escribe a los romanos:”…los padecimientos del tiempo presente no son nada en comparación con la gloria que ha de manifestarse en nosotros”.

Aunque resulta evidente, debemos precisar que la alegría cristiana ante la enfermedad, no transforma en delicia el dolor. El dolor, “duele” y, la gracia de Dios, no es una especie de hipnótico que nos procura bienestar en vez de molestia. Se trata, más bien, de una intimidad inefable con Cristo que eleva al hombre unido a los padecimientos de Cristo, por encima de todo sufrimiento, con la mirada puesta en quien se esconde tras ese breve momento de cruz.

En conclusión, para el cristiano, la historia de su enfermedad, de su dolor, de su tribulación, acaba siempre bien: “Vi un cielo nuevo y una tierra nueva, pues el primer cielo y la primera tierra desaparecieron. Vi también la ciudad santa, la nueva Jerusalén”…. “y enjugará toda lágrima de sus ojos; y no habrá muerte, ni llanto, ni lamento, ni dolor, porque todo lo anterior ya pasó.” (Ap. 21, 1-4).

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