José Manuel Camacho Morales (Used, 1947). Agustina, su esposa, falleció el 8 de septiembre de 2008, mientras él estaba en la misa de la Natividad de María. Era la hora del Ángelus. Suena el móvil, después de comulgar, lo mira y se recoge en el Señor. Todo está envuelto de Providencia. Agustina descansó en paz y José Manuel quedó en paz. A los pocos días, el actual obispo de Barbastro-Monzón, don Ángel Pérez, le entrega una carta. Era de Agustina y, en ella, manifestaba el deseo que siempre le había acompañado de tener un hijo sacerdote. Don Ángel toca el hombro de José Manuel y le dice: “No hay hijo, pero estás tú”. José Manuel fue ordenado presbítero el sábado 16 de diciembre, en la catedral basílica de Nuestra Señora del Pilar.
¿Cómo ha sido tu vida en el Seminario? Muy gozosa. Era un poco remiso, pero después de haberla experimentado, estoy feliz. El trato con los demás seminaristas, que podían ser mis hijos o, incluso, mis nietos, ha sido enriquecedor. Con cariño, siempre con respeto. Especialmente, tengo en mi corazón la Hora Santa de la noche de los jueves, un momento de intimidad con el Señor, junto a mis compañeros, escuchando las confidencias de los que se iban ordenando diáconos y luego presbíteros.
En el seminario, también hay libros. ¿Cómo has llevado el estudio de la filosofía y de la teología? Cuando entro, ya tengo los estudios concluidos. Comencé a estudiar con un poco más de cincuenta años. En principio, con el impulso de mi esposa y el deseo de ser diácono permanente. Me di cuenta de que el estudio filosófico es importantísimo para asentar la teología, me resultó fascinante. Y después el misterio de Dios, siempre me llevó a la adoración.
Vienes de una familia, formaste una familia, tienes dos hijas. ¿Cómo han vivido tu vocación sacerdotal? En constante ascenso. Se lo comuniqué por carta. Una carta individual, porque cada una es distinta. Poco a poco, han ido comprendiendo que el que yo sea sacerdote es un bien para ellas y para la familia, porque somos Iglesia. Han pasado del respeto al entusiasmo.
Y, ¿cuándo te vieron vestido con la camisa de sacerdote? Lo vieron natural, no les impactó. Ahora vivo con ellas y creo que en casa se respira otro ambiente. El espíritu religioso lo han aprendido con Agustina y conmigo. Conforme se acercaba la ordenación, estaban más melosas,
más tiernas. Pero saben lo importante que es y quieren acompañarme en la eucaristía. Me ven rezando el breviario. Creo que este paso que he dado les llena mucho. Y yo no dejo de pedir por ellas en mi oración.
De la Iglesia doméstica, al ministerio sacerdotal. ¿Siempre has estado vinculado a movimientos familiares? Sí, trabajé mucho en ‘Encuentro Matrimonial’. Incluso antes, ya estábamos trabajando con las familias en el colegio de mis hijas, con las religiosas escolapias, según el espíritu de san José de Calasanz. El Evangelio hay que anunciarlo desde la familia de Nazaret. Desde la familia, tenemos que ir a los demás. La familia es célula vital, no solo de la sociedad, sino también de la Iglesia. Con mi esposa, vivíamos la eucaristía diaria y rezábamos el rosario. Y el Viernes Santo, hacíamos la experiencia del viacrucis, invitando a amigos a que se unieran a nosotros. Siempre hemos vivido el sentido de Iglesia.
¿Cómo afrontas el ministerio? Una de las cosas que tengo bien claras es que yo soy instrumento. El único sacerdote es Cristo. Para ello hay que obedecer y no me cuesta. En mi vida profesional he sido mando intermedio y me ha tocado obedecer y mandar. Siempre me ha resultado más gratificante obedecer, sin que me haya impedido ser responsable al mandar. Ahora estoy como vicario en la parroquia de San Gil Abad. El párroco me ha acogido muy bien y me ha encargado, además de las celebraciones, la pastoral de enfermos y la caridad.
Tienes experiencia en acompañar enfermos… A mi esposa, la primera. No solo acompañar: he vivido la enfermedad. He pedido luz al Espíritu Santo para que me enseñara a ver la enfermedad como un don Dios, porque nos acerca más a él. El seguimiento auténtico es con cruz. Sin cruz, imposible. En mi primera misa, cuando me despedía de la parroquia de San Pedro Arbués, donde he servido como diácono, decía que no tenemos que tener excesivo apego a los lugares ni a las personas. Nuestro apego primordial tiene que ser Jesús.
¿Cómo sueñas tu sacerdocio? Al ser un don, me desborda. Por eso voy a necesitar mucha oración ante el sagrario para tener las fuerzas de ser testigo entregado, en permanente actitud diaconal, de servicio. Voy a necesitar también del acompañamiento de las personas y las comunidades. Y trabajaré por las vocaciones: es algo muy grande y se enmarca siempre en la esperanza permanente de la Iglesia, cuidaré mucho el acompañamiento a las familias. En ellas, se fraguan las vocaciones.