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Opinión

José Manuel Murgoitio

Humanizar la educación

23 de octubre de 2018

Zygmunt Bauman ha puesto de relieve como los retos de la sociedad actual golpean duramente la esencia misma de la educación, señalado que “la educación tenía valor en la medida en que ofreciera conocimiento de valor duradero” (Z. Bauman, 2005). Por eso, hoy se pone en tela de juicio una de las características constitutivas de la educación, su capacidad para transmitir valores fundamentales de la existencia, reglas de conducta y certezas sobre las que construir la propia vida.

Así, el hombre moderno sufre el “síndrome de la impaciencia” y para él, “el tiempo es un fastidio y una faena”, más bien es un ladrón de las oportunidades “de alegría y de placer que tienen la costumbre de aparecer una sola vez y desaparecer para siempre” (Z. Bauman, 2005).

Por ello, para luchar contra el tiempo, el hombre moderno tiende no tanto a acumular cosas sino a buscar el breve goce de todas ellas en el menor tiempo posible. Es el nuevo paradigma del consumismo, para el que “hay que evitar las posesiones, y particularmente las posesiones de larga duración de las que no es fácil librarse” (Z. Bauman, 2005). Así, la verdadera pasión de nuestro mundo es descartar las cosas una detrás de otra, para tener siempre la última, en una espiral sin fin.

Y la educación, como los valores y compromisos que la constituyen, no se libran de este consumismo propio de la modernidad líquida. Se espera de ella que sirva solo durante un determinado lapso de tiempo, el necesario para alcanzar el éxito.

En este ámbito y para dar respuesta a las exigencias del hombre moderno, las instituciones educativas, también las católicas, corren el riesgo de caer en la mercantilización del conocimiento, ofreciendo pequeñas porciones del mismo, de un solo uso, como atajos para alcanzar el éxito personal. Entonces, se considera la educación no como un proceso de crecimiento como persona, sino como un mero producto que se pone en circulación en el mercado, al servicio del éxito personal.

Y así, la educación se convierte para el hombre moderno en un producto que se consigue «completo y terminado, en suma todo aquello que necesitaba saber, es decir, que se le exigía para obtener un determinado empleo” (Z. Bauman, 2005). Eso sí, una formación sin referencia a un conjunto de valores que le otorguen perdurabilidad en el tiempo; un tiempo que, como hemos dicho, es un ladrón. Una educación instrumental al servicio del individualismo social en el que la realización del bien común se percibe como algo extraño cuando no contrario a los propios intereses personales; en suma, una educación deshumanizada.

Sin embargo, este producto educativo no responde a las necesidades de la persona. Porque educar es hacer a la persona más persona, lograr que lleve a término su condición de persona. O, dicho en términos del Magisterio, hacer al hombre más hombre. Y la persona, para ello, necesita algo más que una mera instrucción en orden a alcanzar un conjunto de conocimientos que le lleve al éxito profesional.
Por ello, es preciso que la educación no pierda su función humanizadora. A esta necesidad responde la llamada al mundo de la educación que hace la Congregación para la Educación Católica en su documento “Educar al humanismo solidario”, de 16 de abril de 2017. Frente al modelo de una educación instrumental al servicio del individualismo social la verdadera educación debe estar al servicio de “un nuevo humanismo donde la persona social se encuentra dispuesta a dialogar y trabajar para la realización del bien común”.
Para lograr una educación humanizada, las instituciones educativas, especialmente las católicas si quieren ser fieles a su misión, no pueden limitarse a ofrecer un servicio formativo, sino que deben ocuparse de los resultados del mismo “en el contexto general de las aptitudes personales, morales y sociales” de sus alumnos.
Lo importante no es el caudal de conocimientos que nuestros alumnos han podido adquirir tras su paso por nuestras entidades educativas, sino el uso que van a hacer de los mismos para su crecimiento personal y su contribución al bien común.
De ahí el necesario compromiso de la educación católica, escuela y universidad, para transformar la educación en un proceso a través del cual cada persona pueda desarrollar sus actitudes profundas al servicio del bien común.

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