Gracia en la des-gracia

¡Cuántas bellas páginas, realistas y esperanzadas, llenas de verdad y valentía, rezumando fe, esperanza y amor, estoy pudiendo disfrutar durante esta cuarentena recién comenzada! Páginas llenas del más fraterno humanismo, unas; y otras, además, rezumando fe cristiana. Quiero inspirarme en ellas para esta torpe reflexión de hoy.

El coronavirus nos está recordando los límites y fragilidad del ser humano. Los límites y fragilidad del poder que creíamos haber conseguido y que tenía los pies de barro.

Y está sacando a la luz la profundidad o la superficialidad de nuestra conciencia social y ética por medio de nuestro comportamiento egoísta o solidario. Está apareciendo de modo claro lo mejor y lo peor del ser humano.

Esta es la doble afirmación fundamental que retratan muchas de esas páginas que han llegado hasta mí. Límites y fragilidad del ser humano, de la sociedad del progreso ilimitado, de la ética y moralidad humana y social.

Pero también, y con qué fuerza, ha aparecido lo mejor. Grandes gestos y servicio solidarios, heroicos en unos, sencillos y cercanos en muchos. Pero, sobre todo, actualizan entrega, solidaridad, esperanza, generosidad, por el bien de los otros como están mostrando tantas personas sin nombre, voluntarios, servidores públicos sanitarios, policiales, soldados, sacerdotes, religiosos, religiosas, vecinos y un largo etc.

Vivimos un tiempo que también está haciendo aflorar en nuestra existencia la profundidad y verdad de nuestra vida cristiana. Estamos ante una situación que nos está descubriendo más claramente lo que el Papa Francisco llama “los santos de la puerta de al lado”. Y muchos lo están mostrando. Podemos decir que están viviendo el sentido y la convicción que da la fe, la fuerza que nos regala la esperanza y la pasión que ponemos en la caridad.

Esta situación tan nueva para nosotros, tan grave y profunda, tan extendida prácticamente por todo el mundo, para nuestra vida cristiana tiene un ‘detalle’ muy especial y que nos convoca a la reflexión sobre nuestro modo de vivir la fe. La pandemia del coronavirus nos ha llevado a la necesidad de suprimir las manifestaciones públicas de la religión: supresión de la Eucaristía dominical y diaria, procesiones, solemnes celebraciones religiosas, reuniones y encuentros en los templos, supresión de la catequesis, de funerales, etc… Estas decisiones necesarias nos privan del carácter público de nuestra fe en su aspecto celebrativo.

Esto no nos agrada a nadie, por supuesto, pero lo sentimos necesario. Y nos duele a los cristianos. Pero nos lleva a plantearnos seria y profundamente no sólo cómo vivimos nuestra fe, sino también cuál es el centro de la vida cristiana. ¿En qué puso Jesús lo característico de sus discípulos, de su Iglesia? No lo hemos olvidado. Pero ¿ocupa normalmente, en cada uno de nosotros y en la Iglesia como comunidad, el centro? “En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros” (Jn 13,35). “La religiosidad auténtica e intachable es esta: atender a huérfanos y viudas en su aflicción y mantenerse incontaminado del mundo” (Sant 1.27). Es decir: a los más necesitados. En nuestro momento actual: colaborar con todos en la atención a los enfermos, en el compromiso de no favorecer irresponsablemente la extensión del virus, en la atención -guardando siempre las medidas determinadas por el gobierno- a personas solas o necesitadas…

Esta situación de celebraciones públicas y masivas no permitidas nos es iluminada por Jesús: “Los verdaderos adoradores aforarán al Padre en espíritu y verdad, porque el Padre desea que lo adoren así” (Jn 4,23). Espíritu y verdad en el culto que San Pablo nos concreta: “que presentéis vuestros cuerpos como sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, este es vuestro culto espiritual” (Rom 12,1). Vuestro cuerpo, es decir, vuestra vida, vuestras relaciones con los demás.

“El amor no pasa nunca… La más grande es el amor” (1 Cor 13,8.12). La caridad, por eso, no cierra nunca, como nos dice Cáritas en estas circunstancias. El amor no está en cuarentena. Todo lo contrario: la cuarentena necesita y espabila la imaginación de la caridad, del amor humano y cristiano.

Quedarse en casa, por todo esto, para colaborar a que no se extienda el contagio, es el primer acto de caridad, de amor cristiano y humano. Porque la solidaridad y la responsabilidad de unos y de otros, cada uno según sus posibilidades, en el cuidado, en la atención, en el preocuparnos los unos por los otros es lo que nos sanará. No solamente nos sanará de la pandemia presente, sino también, cuando ésta pase, de la insolidaridad, injusticia y egoísmo diarios.

Hasta la próxima semana. Continuemos reflexionando.