«Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor» (Lc 2,11). Con la Navidad el cielo ha descendido a la tierra y la liturgia propia de este tiempo nos invita a contemplar la luz que viene de lo Alto: Dios se hace hombre, el Eterno entra en el tiempo, el Omnipotente se hace pobre, el Altísimo se hace pequeño, el Fuerte se hace débil, el Incorruptible asume nuestra misma carne, el Hijo de Dios llega a ser uno de nosotros, naciendo como un niño. La Navidad es Dios que nace en la historia del hombre, Dios con nosotros. A partir de ese momento la historia se ha transformado y Jesús, al nacer, la ha cargado sobre sí, la ha aceptado, la ha amado, la ha redimido. Porque solo se puede redimir lo que se ama de verdad.

La vida asume así un significado nuevo: la Navidad no es solo un misterio que tiene que ver con la historia pasada, sino que viene a arraigarse en el tiempo presente. El hecho de que Jesús haya nacido en un lugar geográfico determinado, en el seno y en los brazos de una mujer cuyo nombre conocemos, en una familia cuyo origen y genealogía sabemos, se ofrece a nuestra contemplación, poniéndonos ante un acontecimiento que ha transformado el mundo y ha marcado de forma indeleble la vida de los hombres.

Los primeros que acogen a Jesús que nace son María y José. El nacimiento del niño no puede no haberlos turbado. Ellos aceptan vivir la paradoja del querer de Dios en una situación que, de todos modos, no los exonera de ninguno de los compromisos y de las responsabilidades que tienen que ver con la vida cotidiana. Son padres pobres, como muchos otros, en lucha con los problemas que los hacen semejantes a todos los padres del mundo. María y José son personas en actitud de escucha, disponibles para el plan de Dios que entra en su vida. Tal vez no eran originalmente estos sus deseos, sus proyectos, el futuro que habían pensado juntos y acariciado en su corazón. Pero están dispuestos a dejarse sorprender y cambiar sus planes: ¡Y lo hacen!

La Navidad es un regalo para el que tenemos que permanecer abiertos como María y José. Aunque estamos acogiendo a Jesús, nuestra vida parece estar destinada a ser un largo ‘adviento’, una continua espera, una pregunta cuya respuesta tarda en llegar. Pero esperar no quiere decir permanecer pasivos. El Enmanuel, el Dios que viene en medio de nosotros para sanar los conflictos que nos dividen, para devolvernos el sentido de la fraternidad y de la filiación, nos pide de todos modos que ya desde ahora pongamos manos a su obra. 

La Navidad nos llama a hacer una tentativa siempre nueva de renovarnos, de sentirnos solidarios y partícipes, más allá de la devoción convencional. La Navidad se convierte así para el creyente en una vocación: nos llama cada vez a buscar, entre mil dificultades, el camino que nos conduce al otro, al hermano. Si Jesús se hace uno de nosotros, naciendo pobre y solo, haciéndose nuestro hermano y nuestro prójimo, también nosotros debemos hacernos prójimos de los otros y ser hermanos suyos. Un gran reto que nos desvela lo profundo del misterio que estos días Dios nos regala.  

Acojamos al Niño que nace con alegría y pidamos la gracia de poder presentarlo a nuestros contemporáneos con responsabilidad. A todos: ¡Feliz Navidad!