Si algo no tuvo la mujer cuya memoria celebra la Iglesia el 15 de octubre, fueron pelos en la lengua. Desenvuelta y decidida, dejó un surco en el que, cinco siglos después, siguen brotando frutos. Nada menos apropiado para designarla que el calificativo de “monjita”, con el que algunas gentes, con buena voluntad pero poco acierto, se refieren a las religiosas.

Hablo, claro está, de Teresa de Jesús o Teresa de Ávila, una de las figuras más grandes y universales de España en todos los tiempos. De su desenvoltura dan fe estas palabras sobre sí misma: «Sabed, padre, que en mi juventud me dirigían tres clases de cumplidos; decían que era inteligente, que era santa y que era hermosa; en cuanto a hermosa, a la vista está; en cuanto a discreta, nunca me tuve por boba; en cuanto a santa, solo Dios lo sabe». Se las dijo a un carmelita como tarjeta de presentación, cuando con cincuenta años, vivía el apogeo de sus correrías reformadoras de la Orden del Carmelo.

Teresa fue escritora por obediencia. Algunas personas a las que pedía consejo, después de conocer toda su peripecia espiritual, le animaron y, en cierto modo, le mandaron que pusiera por escrito su Vida por el bien que podía hacer a sus lectores. Al libro de su Vida, siguieron otros: Camino de perfección, Las moradas del alma o Castillo interior, el libro de las Fundaciones, comentarios bíblicos, poemas y centenares de cartas. Ninguno de estos escritos es una obra menor; todos rezuman sabiduría del alma y la perfección literaria de los mejores autores del siglo de oro. Quien empezó a escribir por obediencia terminó como “doctora” de la Iglesia, la primera mujer señalada con este reconocimiento, por un Papa de la sensibilidad espiritual y cultural de Pablo VI.

Teresa tuvo la mirada fija en los grandes acontecimientos de su época: el descubrimiento de las Américas y el desgarramiento de la Iglesia por la ruptura protestante. Eran tiempos revueltos, que en nada tendrían que envidiar a los nuestros, y sufrió las consecuencias de una vida que se le antojaba como «una mala noche en una mala posada», sin desanimarse ante las insidias y dificultades, y tomando decisiones arriesgadas cuando fue necesario, como cuando ordenó a la priora del convento de Pastrana que sacase a sus monjas en cinco carros por la noche y las trasladase a Segovia para alejarlas de la nefasta influencia de la Princesa de Éboli, empeñada de mangonear aquel convento.

De «fémina inquieta y andariega» la calificó el nuncio Felipe Sega, cuando la confinó para frenar la reforma de los conventos de carmelitas. Pero ella, sólo buscaba lo que consideraba imprescindible «en especial en estos tiempos que son menester amigos fuertes de Dios». A pesar de sus buenas intenciones, fue denunciada ante la Inquisición como si fuese una «alumbrada”, es decir adepta a una secta mística que era considerada herética y relacionada con el protestantismo. La búsqueda de desviaciones, que ese era el oficio de la “inquisición”, no pasó a mayores, y Teresa mantuvo la calma que reflejan aquellos versos suyos: «Nada te turbe, / nada te espante, / todo se pasa, / Dios no se muda, / la paciencia / todo lo alcanza, / quien a Dios tiene / nada le falta. / Sólo Dios basta».

Efectivamente, el tiempo pone las cosas en su sitio, porque la historia está en las manos de Dios. Sólo hace falta la paciencia de quien sabe que sólo Dios basta. Y Teresa lo supo desde muy joven.