El Soplo del Espíritu sopla desde donde quiere…

La palabra “viento” en el Nuevo testamento, significa también “espíritu”. Por lo cual, podemos decir con algunas traducciones: “El Espíritu sopla donde quiere, y aunque oyes su voz, no sabes desde dónde viene ni hacia dónde va” (Jn 3,8). Y esa es la Voluntad divina, que podemos oírla, entreverla y hasta creer oír su voz. Pero no podemos controlarla, ni siquiera explicarla, definirla, … No podemos presumir de que la conocemos, que conocemos la Voluntad de Dios. Es un atrevimiento de la “valor” que da la ignorancia.

Ya nos lo dice el libro de Job: “¡He aquí, que Dios es grande, y nosotros no le conocemos!” (36:26). Siempre nos supera, se nos escapa. El Soplo divino actúa dónde quiere, y siempre nos sorprenderá pues ignoramos de “dónde viene y a dónde va”. A este soplo del Espíritu, el maestro del diálogo, Raimon Panikkar, lo llamaba Cristofanía. Puesto que el Espíritu Santo que sopla donde quiere es siempre el de Cristo. Como nos lo presenta Karl Rahner en el «Tratado Fundamental de la Fe»: el Espíritu Santo presente en los no cristianos es el Espíritu de Cristo». Este fue el leitmotiv de Karl Rahner en el Tratado Fundamental de la Fe, en la parte dedicada a la presencia de Jesucristo en las religiones no cristianas. Si «el Espíritu Santo está presente y actúa no sólo en las personas, sino también en las culturas, en las sociedades, la historia y en las religiones», es porque el Misterio de Cristo habita el mundo. Como escribió Juan Pablo II en Redemtoris Missio.

Vista esa voluntad divina en el soplo del Espíritu, los que nos llamamos cristianos estamos llamados a ser responsables de la encarnación de Cristo para el mundo. Si no podemos anunciarlo explícitamente, podemos «mostrarlo» y mostrarlo como Cristo lo hizo. Sólo una visión trinitaria, que supere un monoteísmo cerrado (separado del mundo y de la vida humana) puede llevarnos a un diálogo entre las religiones y a un conocimiento más alto de la realidad. Porque hay que convencerse de que “para ser religiosos hoy, hay que ser interreligiosos”. Vivimos en un mundo de gran pluralismo religioso y necesitamos tender puentes de escucha y diálogo, buscando ese Cristo escondido que hay en todos.

Porque Cristo es el Verbo recapitulador; Recapitula en él a toda la humanidad. Se une a cada hombre, a todos los hombres. Por el misterio de la encarnación, tomó en sí a toda la humanidad, cristianos o no cristianos. Vivió por ellos, los llevó consigo a la Cruz, todos murieron con él y todos resucitaron con él. Un cristiano no puede ser un extraño a sus hermanos de otras religiones. Con la enciclica Mystici Corporis Christi de Pio XII, podemos decir que, en todos los hombres, de otras religiones hay una grandeza cristiana, un contenido cristiano… un parentesco carnal con Cristo, por su encarnación. Son nuestros hermanos en la carne. Toda la humanidad es crística… Tanto los más cercanos de las religiones abrahámicas… como los más alejados… o los increyentes. Y toda la humanidad es crística, porque Cristo asumió la condición humana y por ello puede recapitular toda la humanidad. Por ello, el cristiano que se abre al otro, lo acoge en su nombre. Podemos resumirlo con una afirmación de Javier Melloni: “Cristo no es un límite para el diálogo interreligioso sino el umbral” (J. Melloni).

Ese diálogo viendo en el otro a Cristo, prescindiendo de sus creencias particulares, nos lo muestra en su Testamento el padre Christian de Chergé, beato mártir de Tibhirine. El veía en el otro a un hermano, participe de la gloria de Cristo, prescindiendo de su creencia, en este caso islámica. El p. Christian en su testamento lo expresa así: “Argelia y el Islam, para mí son otra cosa, es un cuerpo y un alma. Lo he proclamado bastante, creo, conociendo bien todo lo que de ellos he recibido, encontrando muy a menudo en ellos el hilo conductor del Evangelio”.  Y más adelante nos presenta que el Islam existe en el plan de Dios. Concretamente dice así: “Pero estos tienen que saber que por fin será liberada mi más punzante curiosidad. Entonces podré, si Dios así lo quiere, hundir mi mirada en la del Padre para contemplar con El a Sus hijos del islam tal como El los ve, enteramente iluminados por la gloria de Cristo, frutos de Su Pasión, inundados por el Don del Espíritu, cuyo gozo secreto será siempre, el de establecer la comunión y restablecer la semejanza, jugando con las diferencias.”

Es hermoso como nos presenta el padre Christian el Don del Espíritu. Esa debe ser la meta de todo el diálogo interreligioso, dejarse “inundar por el Espíritu, para establecer la comunión y restablecer la semejanza, jugando con las diferencias.”

Como cristianos no podemos desentendernos de nuestros hermanos en humanidad. Nuestro mundo necesita del diálogo y el encuentro entre las religiones, para que la “humanidad sea más humana”. Las religiones ya no pueden ser fuente de conflictos, tenemos que tender puentes de diálogo, pues a todos nos une el deseo de la búsqueda de lo Transcendente, del Misterio de Dios.De todo ello podemos afirmar que el diálogo interreligioso nace como respuesta a una llamada de Dios. No surge del antojo personal sino de una aspiración profunda a la que respondemos. Es por tanto un acto de fe. Debe partir de una verdadera experiencia de fe, de una vida interior, además de un buen conocimiento de la propia tradición.

No solo estamos llamados al diálogo Interreligioso, entre religiones, como realidades externas, sino de un diálogo Intra-rreligioso. Ir descubriendo en nuestros corazones, el espacio que las personas de otros credos tienen en él, y así continuar caminando juntos en esta búsqueda de Misterio de Dios, que lleve a un diálogo en el interior de nuestra vida religiosa, que cada creyente debe realizar en el interior de su propia experiencia para abrirse a la de los otros y así recibir unos de otros algo significativo con relación al misterio que anima todas las cosas y a todas las personas.

Se trata, por lo tanto, diálogo abierto y acogedor que pretende conciliar arraigo y apertura, sin miedo a perder posiciones propias, e incluso con el convencimiento de que estas se verán enriquecidas con las aportaciones de los otros. Esto implica la toma de consciencia de una interacción entre dos coherencias religiosas y espirituales en el interior de la propia vida espiritual.

Para concluir, dejar aquí una notable contribución de Raimon Panikkar a esa actitud de buena voluntad intercultural e interreligiosa. Le han definido como

“El Sermón de la montaña en el diálogo intra-religioso”

  • Cuando entres en un diálogo intra-religioso, no pienses por adelantado en lo que tú debes creer.
  • Cuando des testimonio de tu fe, no te defiendas a ti mismo ni defiendes tus intereses concretos, por sagrados que éstos puedan parecerte. Haz como los pájaros del cielo, que cantan y vuelan y no defienden ni su música ni su belleza.
  • Cuando dialogues con alguien, observa a tu interlocutor como si se tratara de una experiencia reveladora, como mirarías o debieras mirar a los lirios del campo.
  • Cuando inicies un diálogo intra-religioso, busca quitar primero la viga de tu ojo antes de sacar la paja de tu vecino.
  • Bienaventurado seas cuando no te sientas autosuficiente mientras estás dialogando.
  • Bienaventurado seas cuando confías en el otro porque confías en mí.
  • Bienaventurado seas cuando afrontas incomprensiones de tu propia comunidad o de otros por causa de tu fidelidad a la Verdad.
  • Bienaventurado seas cuando mantienes tus convicciones y sin embargo no las presentas como normas absolutas.
  • ¡Ay de vosotros, teólogos y académicos, que despreciáis lo que otros dicen porque lo consideráis embarazoso o no suficientemente “científico”!
  • ¡Ay de vosotros, profesionales de las religiones, si no escucháis el grito de los pequeños!
  • ¡Ay de vosotras, autoridades religiosas, porque impedís el cambio y la re-conversión!
  • ¡Ay de vosotros, gente religiosa, porque monopolizáis la religión y sofocáis el Espíritu que sopla donde quiere y como quiere!”

[Panikkar, Raimon: La nueva inocencia (EVD, Navarra 1993) pp. 307-308]

Sigamos escuchando el Don del Espíritu con humildad, sabiéndonos instrumentos en sus manos, abriéndonos al otro y sabiendo compartir la experiencia espiritual de ambos, enriqueciéndonos así mutuamente, con la convicción de que el otro y yo somos amados de Dios.