Sí, la buena educación sigue siendo la revolución más hermosa.
Creo más que nunca en la buena educación.
La buena educación no hace ruido, pero existe.
Está en cada niño que da las gracias, en cada maestro que escucha, en cada familia que acompaña.
La buena educación no se grita, se contagia.
La buena educación no depende de modas ni algoritmos; depende de valores y coherencia.
Es la semilla invisible que sostiene todo lo demás: el respeto, la empatía, la palabra, el encuentro. Aunque a veces parezca que el mundo se ha olvidado de ella, siempre hay alguien sembrándola.
Y mientras haya alguien que crea en su poder, la buena educación seguirá siendo, en silencio, la revolución más hermosa.[1]
La buena educación es de lo más sencillo, si dejamos atrás:
los lloros que fabrican niños caprichosos,
los caprichos que siempre (casi siempre -seamos indulgentes con los capricho-dantes) se consiguen a baso de berrinches, que apagamos enseguida con el caprichito concedido.
¿Habéis visto por nuestras calles a niños sin ningún aparato ‘moderno’ en las manos? Instrumentos que a un niño le sirven de poco, si no es para perder el tiempo jugando, para cortar la posibilidad de comunicación con personas, amigos… ‘de carne’, de inteligencia… para ver y divertirse malamente con aspectos de la vida que tienen su tiempo y que tienen el mejor medio humano para formarse: los padres… responsables y conscientes de que cada cosa tiene su tiempo, que dialogan sentados y tranquilos con sus hijos sobre lo que estos van descubriendo, curioseando, sobre la vida y el avance de esta en su existencia. No solo sobre el rendimiento escolar, que es importante sin ninguna duda, sino sobre sus relaciones, aspiraciones, gustos; sobre la fe, si son creyentes o concretamente cristianos; sobre las amistades, el empleo del tiempo, etc.
Siempre sin agobiar al niño, sin preguntar de todo y por todo, respetando su libertad para que crezca humanamente. Todo esto, y más, ciertamente es colaborar en una buena educación para el bien del educando.
Por eso, el “oficio, la vocación” de padre y de madre se debe aprender; el “oficio, la vocación” de maestro o maestra es indispensable; no se debe ser maestro-maestra sin vocación. Su trabajo le será inaguantable, porque ese “oficio-vocación” es duro. Aunque grandioso y estimulante porque su misión es educar, ayudar a crecer como personas, aunque la resistencia y la no colaboración del alumno la experimentemos.
Sin pretender que el niño o niña no piense, sin criterio, dándole todo hecho, resuelto; sin pretender que sea reflejo del padre, madre, maestro o maestra. Educar en libertad. Lo contrario no es educar,
Educar con cariño, con atención exquisita y a pleno rendimiento. Siempre escuchando, atendiendo sin prisa y sin preferencias.
Procurando no querer ser el artista que triunfa en su misión de educador, sino el que camina al lado del educando ofreciéndole oportunidades de ser él mismo y dándole ejemplos positivos que saquen todo lo bueno que cada persona educanda tiene.
Educar no es imponer la propia versión de la vida, sino ‘sacar’ (educere) todo lo que el otro -el educando- tiene.
Así la educación puede llegar a ser la revolución más hermosa.
[1] Manu Velasco. VIDA NUEVA. Nº 3431. 25-31/10/2025. Pág. 47