Un café con Jesús. Flash sobre el Evangelio del Domingo XIV del tiempo ordinario

El evangelio de este domingo (Lc 10, 1-12) presenta a Jesús en plena faena de predicador: anuncia el reinado de Dios a los que escuchan sus palabras y compromete a quienes le siguen a hacer lo mismo. En esta ocasión, escogió a setenta y dos, los envió por delante, de dos en dos, y les dio unos consejos para el camino, que no dejan de resultarme chocantes. Dando vueltas en la cabeza a todo esto, he llegado a la cafetería…

– ¡Poneos en camino! Os envío como corderos en medio de lobos… ¿No te parece un poco fuerte para animar a unos predicadores primerizos? -le he dicho con mi taza de café en la mano-. Sin contar con que el equipo que les proporcionaste no era el mejor para una travesía por el desierto: sin alforja, sin sandalias de repuesto y sin hablar con los demás caminantes…, ¿qué pretendías que hicieran?

-Pues lo que el evangelista ha conservado de mis palabras: que se centraran en lo importante, que el reinado de Dios estaba llegando -me ha respondido sereno y con firmeza, y antes de que yo volviera a abrir la boca, ha proseguido- los envié con lo puesto para que confiaran en que el Padre hace fuerte lo débil; si hubieran ido ricamente equipados, sus oyentes hubieran pensado que eran mensajeros de un poderoso señor y tal vez hubieran escuchado su mensaje movidos por las migajas de poder con las que podían beneficiarse, pero, si iban con lo puesto, tanto unos como otros tenían que agarrarse a la Palabra que se les anunciaba…

– ¿No es un poco retorcido tu modo de actuar? -he interrumpido levantando la mano-.

– En absoluto -me ha respondido con una sonrisa-. Es real como la vida misma; ¿has olvidado que la madre de los Zebedeos, los que el domingo pasado querían arrasar con fuego a los samaritanos porque no quisieron recibirme en su pueblo, vino a pedirme los primeros puestos para sus hijos como si mi reino fuera uno más de este mundo? ¡Os acogéis tan fácilmente a las ventajas del poder! -ha dicho como un suspiro-.

– ¡Qué torpe soy! -he reconocido con humildad-. Pero es que algunas recomendaciones tuyas suenan un poco raras. ¿Por qué no podían saludar a los que se encontraran por el camino? ¿Es que quieres que tus seguidores seamos huraños y malcarados?

– ¡De ninguna manera! -ha dicho después de beber un sorbo de café con calma-. Poneos en la piel de la gente de mi tierra y entenderéis correctamente mis palabras. La cortesía oriental a la que mis vecinos estaban acostumbrados les obligaba a pararse, saludar y charlar largamente con los familiares y amigos que encontraban a lo largo del camino, con lo que a veces el viaje era interminable. Al recomendarles que no saludasen a nadie en el camino, quise recalcar lo urgente que es anunciar el Reino de Dios; es lo mismo que pretendí al decirles: «la mies es abundante y los obreros pocos: rogad al dueño de la mies que envíe obreros a su mies». Quería que se pusieran en camino cuanto antes y que confiaran el éxito de su predicación a la fuerza del Padre. Ahora también es urgente que evangelicéis, y os digo lo mismo…

– Aquella buena gente te hizo caso. He leído un poco más adelante en el mismo evangelio que, al regresar, estaban alegres y te dijeron: «hasta los demonios se nos someten en tu nombre», para informarte del éxito de la misión.

– Y yo di gracias al Padre y al Espíritu porque los habían acompañado. Siempre es el dueño de la mies quien os acompaña, así que decidíos de una vez a evangelizar; y ¡alegraos de que vuestros nombres también se escriban en los cielos!

– Amén -he concluido dejando el importe de los cafés sobre la mesa-.