Volver a casa

Cada visión filosófica está enraizada en una cultura. La cultura japonesa hunde sus raíces en tradiciones religiosas y espirituales milenarias ofreciendo una gran e increíble aportación, todavía en mi opinión, desconocida para el mundo occidental: el sintoísmo, el confucianismo, al igual que el budismo…están en el humus y en el inconsciente colectivo social de Japón, pero muy escondido y enraizado. La cultura podría definirse como las “gafas” con las que vemos la realidad. Algunas veces, irónicamente, pienso que hay que quitarse las “gafas” de la cultura para poder ver bien.

Últimamente, la vida ordinaria me ha ido acercando de una manera “suave, delicada y sorprendente” hacia la Escuela filosófica de Kioto (Nishida Kitaro, Tanabe Hajime y Nishitani Keiji , entre otros), donde estoy encontrando fuentes de inspiración para mirar a las personas, intuiciones nuevas para acercarme al Evangelio y algo que podría definir como: una “transformación de mi perspectiva”.

Quiero compartir una imagen que me vino a la cabeza leyendo a uno de estos tres filósofos (Nishitani Keiji en el libro “La Religión y la Nada”).

La vida es como un viaje. Pero más importante que el viaje en sí, es volver a casa. La vuelta a casa le da al viaje hondura y profundidad. La vuelta a casa le da al viaje y a cada momento vivido, una densidad de eternidad que permanece y configura. Todos los días salimos de nuestra casa: vamos al trabajo o la universidad, nos encontramos con personas…y después, regresamos a casa. Al volver a casa tocamos y rozamos la frescura de nuestra identidad. Al volver a casa, nos descalzamos, nos ponemos ropa cómoda, nos sentamos en el sofá, vemos la televisión, leemos un buen libro, compartimos nuestro día a día, y de alguna manera renovamos las fuentes de nuestra identidad.

¿Cuál es ese punto de partida y de llegada de nuestro viaje? ¿Dónde descansa realmente nuestro corazón para el viaje de la vida? ¿Cómo es esa vuelta a lo original, a lo más nuestro, a la frescura de nuestra identidad más íntima?

Es curioso que, al mirar la historia, podemos reconocer que en los momentos más críticos se ha tenido que volver a casa. Por ejemplo, si contemplamos la profunda crisis que la humanidad vivía en el siglo XV y XVI en Europa, el Renacimiento encontró su inspiración en las fuentes clásicas para poder mirar al futuro con esperanza, y seguir caminando. O podemos contemplar el Concilio Vaticano II, que cuando la Iglesia Católica en el siglo XX estaba en una profunda crisis de identidad sentó las bases de un aggiornamento, volviendo a las fuentes patrísticas y a la Sagrada Escritura, para poder dialogar con el mundo contemporáneo. O incluso contemplando el evangelio, que tras la muerte y resurrección de Jesús los discípulos tras vivir el encuentro con el resucitado en Jerusalén, tuvieron que volver a Galilea. O cuando vemos un clásico de cine como Benhur o El Padrino, o cuando leemos un buen libro clásico como El lazarillo de Tormes o La odisea de Homero, intuimos que los verdaderos clásicos son los que nunca pierden actualidad, y siempre encontramos novedad en ellos. Volver a los clásicos, volver a casa, nos renueva. En diferentes aspectos sociales, culturales, existenciales y espirituales, hay una vuelta a casa, a nuestros orígenes, que nos refresca y actualiza cada momento que vivimos en el nuestro particular viaje de la vida.

Contemplando la escultura, percibimos que también hay un gran vacío en el corazón, un gran hueco, expresión de nuestros anhelos más íntimos. En nuestro viaje vamos buscando, anhelando, intuyendo…para acabar descubriendo que somos encontrados y buscados por el Dios de Jesús de Nazaret.

Gracias a esta imagen del viaje voy descubriendo cada día, el sentido hondo de la vuelta a casa. Desde mi experiencia, el encuentro con Jesús cada día en la escucha de su palabra, que me libera, me humaniza y me “debilita”… quizás ese sea mi punto de partida y de llegada, ese volver a casa que mi corazón sigue anhelando.