Ninguna otra generación ha compartido un escenario vital como el actual en el que resulta casi obligado dedicar unos minutos u horas cada día a alojar vídeos o fotografías en las redes sociales que describan alguna de nuestras actividades de la jornada. Así ocurre, por ejemplo, con el restaurante en el que hemos comido, la camiseta que nos hemos comprado, el récord conseguido en nuestra carrera semanal, la cumbre que hemos escalado, el libro que hemos leído, el bikini recién estrenado, el posado con nuestra familia o la última trastada de nuestra mascota.

En muchos de estos casos, los protagonistas de cada historia sueñan con acumular el mayor número de likes o comentarios alusivos a sus posts en los que, consciente o inconscientemente, se intenta transmitir imágenes de una aparente alegría. Y subrayo lo de aparente porque todos conocemos ejemplos de personas que lucen en sus redes la más preciosa de sus sonrisas en compañía de su familia igualmente henchida de supuesta felicidad cuando, en realidad, sabemos que el drama se encuentra instalado en esa casa donde los esposos llevan vidas separadas, salpicadas de infidelidades y traiciones con la consiguiente tragedia para sus hijos que sufren calladamente el desamor de sus padres.

¿Qué intención esconde el que se vuelca en exhibir su cuerpo y las actividades de su vida diaria? ¿Suscitar admiración o envidia? ¿Competir en felicidad con sus seguidores? ¿Seducir a alguien en concreto escondido tras una pared virtual? ¿Suplicar un like cual si fuera una limosna de afectiva?

Internet, Whatsapp, Smartphone

Como escuché en cierta ocasión, ser popular en las redes sociales es como ser millonario en el juego del monopoly. Todo es teatro en este juego, nada es real; todo es impostado, nada es natural.

Suele coincidir, asimismo, que aquellos que más ávidamente cultivan esta costumbre de airear al exterior su vida privada, disfrutan de una imperceptible vida interior. Y este hecho empírico resulta trágico, puesto que la vida interior es específica del hombre y constituye lo único necesario para alcanzar el máximo gozo en este mundo y en el futuro.

El célebre libro de R. Garrigou- Lagrange, Las tres edades de la vida interior, subraya que este tipo de vida “es una forma elevada de la conversación íntima que cada uno tiene consigo mismo, en cuanto se concentra en sí, aunque sea en medio del tumulto de las calles de una gran ciudad. Desde el momento en que cesa de conversar con sus semejantes, el hombre conversa interiormente consigo mismo acerca de cualquier cuestión que le preocupa”. Y continúa el afamado teólogo que “en cuanto el hombre busca con seriedad la verdad y el bien, esta conversación íntima consigo mismo tiende a convertirse en conversación con Dios, y poco a poco, en vez de buscarse en todas las cosas a sí mismo, en lugar de tender, consciente o inconscientemente, a constituirse en centro de todo lo demás, tiende a buscar a Dios en todo y reemplazar al egoísmo por el amor de Dios y por el amor de las almas en Dios”.

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Qué gran desdicha la de aquellos que jamás conversan consigo mismos y que, por tanto, tampoco lo hacen con Dios. Es inhumano no conocerse y, por tanto, no conocer a Dios. San Bernardo de Claraval lo expresaba genialmente: El desconocimiento de uno mismo genera soberbia; pero el desconocimiento de Dios genera desesperación.

Y cuando se deja de creer en Dios enseguida se cree en cualquier cosa (Chesterton) y, por tanto, se desplaza lo trascendente de la vida. Es decir, si Dios no atrae a todos hacia sí (Jn 12,32) estos son atraídos por otros dioses como el dinero, el afecto, las pompas, la sensualidad o la fama. En estos casos, el hombre termina por buscarse a sí mismo antes que a Dios. El tiempo no tardará en demostrarles que su camino conduce a la desesperación y la nada.

El Evangelio es concluyente a la hora de mostrarnos que el objetivo de la vida no es conservarla, sino que su sentido se concreta en entregarla. Este es el problema:la gente muere (vive como si estuviera muerta) porque no tiene nada por lo que morir” (Fabrice Hadjadj). Este es el gran misterio que Cristo nos ha desvelado y en el que San Pablo incide continuamente: “porque habéis muerto y vuestra vida está oculta unida con Cristo en Dios” (Col. 3,3).

Deseo a quienes lean estas líneas que el empeño que destinan a custodiar su vida exterior se transforme en ahínco por cuidar su vida interior con el fin de ir ratificando nuestro llamamiento y elección. Así no fallaremos nunca y se nos abrirán de par en par las puertas del Reino Eterno (2Pe 1, 10-11).