Flash sobre el Evangelio del V domingo del tiempo ordinario (07/02/2021)

Después de expulsar al Maligno de aquel pobre hombre, en la sinagoga de Cafarnaún, Jesús fue a la casa de Simón. Allí siguió poniendo en marcha la misión que traía de parte del Padre. En el evangelio de hoy (Mc 1, 29-39) hay algunas cosas que me han llamado la atención y, al encontrarnos, he soltado la primera que me ha venido a la boca:

– ¿Tuviste alguna intención especial al quedarte en la casa de Simón aquella tarde?

– Ya sé que algunos han querido ver la casa de Simón como un símbolo de la Iglesia -me ha dicho mientras daba vueltas en la taza con la cucharilla-, pero era demasiado pronto para hablar de la Iglesia. Fui a la casa de Simón porque me invitó a quedarme allí y porque su suegra estaba enferma y quería aliviarla.

– Y lo conseguiste. Le diste la mano, se le pasó la fiebre y se puso a serviros.

– Así fue. Pero tengo que decirte que aquel gesto tenía una carga simbólica. Fue un gesto sencillo, natural, con el que quise manifestar que los milagros y las curaciones que hacía no eran teatro, sino el anuncio de cuál era mi misión: levantar a la gente de la postración con la que el mal paraliza a las personas (por eso “la cogí de la mano y la levanté”) y poneros en el camino de hacer el bien (por eso “la suegra de Simón se puso inmediatamente a servirnos”). El milagro no es un beneficio que sólo algunos tienen la suerte de recibir, sino la garantía de que la bendición del Padre es para todos…

– Esto está muy bien, pero no estoy seguro de que la mayoría lo entendieran así -he respondido con una pizca de incredulidad-. El evangelista dice que al anochecer te llevaron muchos enfermos y la gente se agolpaba a la puerta de la casa de Simón. ¿Habían entendido todos aquellos el signo o buscaban el beneficio?

Jesús ha suspirado, ha tomado un sorbo de café y me ha dicho:

– Bien me conozco yo vuestra tendencia a aprovecharos de todo lo que os puede hacer la vida más fácil. Por eso, en algunos casos tuve que reprocharos que “si no veis milagros, no creéis” y, en otros, me negué a hacerlos “por la falta de fe” de quienes los pedían.

– Como te pasó con tus paisanos de Nazaret ¿no?, que casi te despeñan por no hacerles los milagros que habías hecho en Cafarnaún -he añadido como quien no quiere la cosa-.

– Tienes razón. Por eso, me obligué a hacer los signos imprescindibles para subrayar los verdaderos bienes que el Padre ha puesto a vuestra disposición con mi venida al mundo; por eso, no utilicé el milagro para evitar mi muerte y bajar de la cruz, como pedían los jefes del pueblo; y por eso aquella misma noche me levanté de madrugada, me fui al descampado y me puse a hablar con el Padre, a pesar de que la gente quería que me quedase con ellos y siguiera haciéndoles los favores que esperaban. Tenéis que entender que la soledad y la oración forman parte también de mi ministerio, y que debéis buscar tiempo para estar en silencio y rezar, si queréis hacer el bien siempre y de verdad.

– Perdona, pero tengo una curiosidad -he soltado de golpe-: ¿de qué hablaste aquella madrugada con tu Padre?

– No es ningún secreto -me ha dicho mientras apuraba el café-: de que me había enviado para que tengáis vida (vida en el sentido más pleno de la palabra), costase lo que costase…

– Gracias por todo. Hoy pago yo -he dicho dándole un abrazo de despedida-.