Opinión

José Manuel Murgoitio

Terca esperanza

6 de mayo de 2019

Desde el pasado 28 de abril estamos condenados, al parecer sin remedio, a una nueva reforma educativa. Quizás un nuevo motivo para la desesperanza en nuestra tarea educativa. Pero donde hay una escuela, hay esperanza. Por eso, más que programas de innovación, lo que en los momentos actuales necesita el mundo de la educación y, particularmente la escuela católica, es esperanza.
Benedicto XVI ya consideró la esperanza como uno de los elementos constitutivos de la educación en los que reside precisamente su propio futuro como auténtico instrumento de progreso personal y comunitario. “Solo una esperanza fiable puede ser el alma de la educación, como de toda la vida (…). Precisamente de aquí nace la dificultad tal vez más profunda para una verdadera obra educativa, pues en la raíz de la crisis de la educación hay una crisis en la confianza de la vida” (Mensaje a la Diócesis de Roma sobre la tarea urgente de la educación, 2008). Una crisis que, en el fondo, no es sino una falta de confianza en Dios.
Si repensamos la educación como un proceso de crecimiento personal y no como un mero producto, la esperanza se nos aparece a los educadores como “la sustancia misma del empeño de todo educador, porque consagramos nuestras propias manos a algo cuyos resultados no se ven inmediatamente” (Mons. J.M. Bergoglio. Mensaje a las comunidades educativas en la Cuaresma del año jubilar, 2000).
La escuela católica, los educadores que en ella trabajan, como recuerda el Santo Padre, estamos llamados a sembrar sin esperar recoger en la inmediatez. Solo podemos esperar sembrar sin esperar, muchas veces, recoger. De ahí que en numerosas ocasiones nos pueda el desasosiego, el desaliento y la falta de esperanza en una acción educativa que pretendemos sea humanizadora, transformadora, arraigada en la realidad de la existencia humana, de la persona y de sus problemas más profundos.
Pero, pese a todo ello, como nos anima Francisco, “no nos dejemos robar la esperanza” en la educación (Evangelii gaudium n. 86). Estamos llamados a no perder la esperanza frente al mundo global de hoy. “Globalizar la esperanza y sostener las esperanzas de la globalización son compromisos fundamentales en la misión de la educación católica” afirmaba el Papa en su Discurso a los miembros de la Fundación Gravissimum Elducationis en el año 2018.
Una educación que, más allá de programas de innovación, de diseños curriculares novedosos, de competencias digitales e inmersiones lingüísticas, del “flipped classroom” y de las inteligencias múltiples, forme en lo que realmente importa; que aporte sabiduría a los alumnos para discernir en su vida el sentido de lo verdadero, del bien y de lo bello. Porque lo que necesitan los jóvenes son, curiosamente, lugares de esperanza, espacios creíbles, certezas sobre las que enraizar su propia vida, “raíces desde donde sujetarse para que puedan llegar al cielo” (Francisco. Vigilia con los jóvenes. XXXIV Jornada Mundial de la Juventud, 2019).
Por eso, frente a las dificultades de toda índole, la escuela católica y cuantos trabajamos en ella hemos de mantener una terca esperanza en una educación que sea “un crecer como adultos maduros que pueden ver el mundo a través de la mirada de Jesús y comprender la vida como una llamada a servir a Dios” (Francisco. Amoris laetitia n. 279).

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