Un chico de 12 años, contemplando una imagen de Jesús con la cruz a cuestas en la procesión de Viernes Santo, dice a su padre: «¿Y por qué ese niño lleva una ‘t’ a la espalda?». En medio del silencio su voz suena fuerte. Ante el famoso cuatro ‘elCristo de Velázquez’, un joven pregunta espontáneamente: «Y ese, ¿quién es?». Seguro que conocemos casos parecidos. Observo, en programas de preguntas y respuestas, con grandes y muy preparados concursantes, que los fallos abundan mucho en el tema religiosos. No saber, por ejemplo, que Juan era el evangelio que faltaba en la lista de los tres sinópticos.

En España, los que no creen en Dios son casi el 39%, 4 de cada 10 españoles se confiesan ateos. Entre los jóvenes de 18 hasta 34 años, los ateos aumentan: son 62 de cada 100 españoles. Casi el 33% de quienes se confiesan católicos no van nunca a Misa. Los católicos ‘practicantes’ están satisfechos con su vida familiar y con su vida social y son más felices que los otros grupos sociales. Los no creyentes son partidarios de mejorar los servicios sociales, aunque les cueste más dinero, en un 26%; mientras que los católicos practicantes lo están en un 16%. Caso llamativamente negativo. Estos son algunos de los datos de una encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas de España (CIS), recogida por todos los medios.

Esta es nuestra realidad. Aunque ya se dijo hace tiempo que España no era católica, ahora lo palpamos en la gente de nuestra calle. Casarse por la Iglesia, bautizar, confirmarse han caído en picado. Y las Primeras Comuniones… mientras mande el consumo, igual siguen.

Esta situación pone ante nuestros ojos una evidencia: Ya no se es cristiano por haber nacido en tal lugar, en tal país, por tradición familiar, por rutina histórica, por el ambiente cultural, etc… Hoy el camino es la opción personal de la fe, ayudada y acompañada por una comunidad cristiana, por la parroquia y sus medios pastorales, por la familia, por el testimonio de otros cristianos, por el círculo de amistad en que nos movemos, etc…

Y en la Iglesia, ¿cómo estamos reaccionando obispos, presbíteros, religiosos, religiosas y laicos? ¿Echando balones fuera?: ‘la sociedad está corrompida, es superficial y egoísta, no tiene valores’. ¿La resignación?: ‘no se puede hacer nada, ya vendrán tiempos mejores´. ¿Echamos la culpa al Concilio Vaticano II, a sus seguidores porque pensamos que se han pasado unos cuantos pueblos, a las reformas ‘equivocadas’, incluso al Papa Francisco…?

En muchos casos y lugares, la Iglesia Católica, ha aceptado esta nueva situación del mundo e intenta situar su pastoral en este nuevo contexto. Solo pide el respeto al derecho de la libertad religiosa. Esta situación ha encontrado también, en demasiadas personas y lugares, una Iglesia dormida entre laureles imaginarios y cerrada a todo viento renovador.

Más de algunos, por pereza espiritual, teológica o pastoral, todavía no aceptan que vivimos en un mundo diferente. Siguen actuando de espaldas a la realidad con una actitud defensiva y condenatoria, creyendo que solo así se protege la fe. Incluso pretenden y defienden que la sociedad, incluidos los campos de la política y de la cultura, siga escuchando en todo a la Iglesia. Una Iglesia que, según ellos, tiene toda la verdad, cambien o no cambien los tiempos.

En esta ‘nueva’ sociedad, con su pluralismo ideológico, que nos enriquece siempre que sea respetuoso y constructivo, con una actitud religiosa de interés, de olvido, de rechazo, o de indiferencia, es la que existe y en la que vivimos. Y hemos de discernirla positivamente, con mucho respeto y servicio cristiano. El aislamiento intelectual y efectivo de esta situación nos puede llevar o nos lleva a una situación, que roza lo ridículo: “responder a preguntas que nadie se hace” (Francisco. Evangelii gaudium, 155), ni nos hace. O, como dicen otros: no se pueden dar respuestas de ayer a problemas de hoy. Algo que sucede en estructuras pastorales muy asentadas cuya finalidad se centra en conservar lo que hay en la Iglesia, olvidando lo que surge en el mundo. La Iglesia debe discernir esa situación, los signos de los tiempos, para llevarle la persona y el mensaje de Jesús, el Evangelio. Cuando la Iglesia, los cristianos, no hacemos esto, corremos más que el riesgo de anular la fuerza sanante, propositiva, en definitiva, salvadora, de Jesús y su Evangelio. La costumbre, la parálisis, el refugio aislante, nos hace infecundos.

No soy adivino. Solo creo saber una cosa: la Iglesia del futuro, de mañana mismo, no sé cómo será. Pero sí estoy seguro que no será la que intenta volver al siglo XIX con sus vestiduras, sus ritos, sus ideas, su manierismo litúrgico, su moral, su miedo a la libertad, su legalismo, su burocracia… No tiene futuro, aunque tenga muchos defensores, incluso jóvenes. Solo puede terminar en una secta barroca cerrada a todo lo nuevo, menos a lo que me hace la vida ‘más moderna’. Buscar la seguridad en grupos sin ventilación ni apertura, no es el camino, es un callejón sin salida. Corre el riesgo de convertir a la Iglesia en un gheto cerrado, sin afán misionero y con fecha de caducidad

El camino no es el ‘siempre se ha hecho así’ (es decir, en el espacio breve de mi vida), sino en el “Tenéis que nacer de nuevo; el viento sopla donde quiere y oyes su ruido, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que ha nacido del Espíritu” (Jn 3,7-8). Afirmación evangélica que habrá que concretar.