Cómo nos gusta la imagen de Jesús como pastor, el que entra por la puerta y va llamando por su nombre a las ovejas y “las ovejas lo siguen, porque conocen su voz”. Jesús pastor, que va en busca de la oveja perdida y la lleva sobre sus hombros, la cura y venda sus heridas. Pues bien, este Buen Pastor es hoy Buen-Pastor-Juez. La escena es portentosa: Dios mismo, profetiza Ezequiel, recoge, venda, fortalece, guarda, apacienta… y va “a juzgar entre oveja y oveja”. Este juicio se cumplirá en el último día, “cuando venga en su gloria el Hijo del Hombre”.
Sentado en el trono de su gloria -“la gloria de Dios consiste en que el hombre viva”-, no actuará como un juez que desconoce la causa, que desconoce al reo o a los demandados. No, él me llamará por mi nombre: ¿Conoceré su voz? Este es el drama: ¿Conoceré la voz de mi pastor en el momento de mi muerte, del juicio, del juicio final? Si no la conozco, ¿cómo voy a seguirle en su última llamada? Si he vivido al margen, ¿a qué me sonará ese último silbido? ¿A gloria? Lamentable, no. No me sonará a gloria, no me sonará a cielo. Me sonará a murmullo entre tantos gritos que me despistan, que me amuerman, que me deshumanizan, que me desdivinizan. No seré capaz de distinguir la llamada de la vida de la llamada de la selva. Me iré con los sonidos acostumbrados por la senda de la desgracia, de mi libertad desgraciada, cautiva, sin gracia.
El juez pastor no yerra. No se equivoca porque conoce perfectamente los intereses, los gustos, los esfuerzos, las comodidades y los vicios de cada res. No yerra y respeta. Creo que fue Chesterton quien dijo que “las puertas del infierno se cierran por dentro”. Cada uno de los condenados se cierra la suya. Nadie puede abrirlas desde fuera. Pero no nos quedemos en esta posibilidad última de la libertad humana y del respeto del Padre por sus hijos rebeldes. Pensemos en el cielo.
El cielo es de los santos, los que han vivido la plenitud de la caridad. Sí, a trancas y a barrancas. Con caídas y levantadas. De los que han vivido con el esfuerzo de tener corazón y manos abiertas. De los que, con palabras de Francisco, “no han creado muros sino puentes, han vencido el mal con el bien, la ofensa con perdón, viviendo en paz con todos”. El amor que no se exige, sino que se da. El amor que es misericordia. No, no. No es misericordia, sino obra de misericordia. Porque sin obras, estoy muerto. Mi fe sin obras… Por eso, no es tanto que amar es cumplir la ley entera, sino que “amar es la plenitud de la ley”. El Buen-Pastor-Juez es quien nos ha amado extremadamente. Míralo. Sí, es el cordero traspasado. Cuando te juzgue, será con las heridas de la pasión, con el signo del amor eterno.
Hoy me despido de todos ustedes. A partir del próximo domingo, será el sacerdote Rubén Ruíz quien desmenuce la palabra de cada domingo. Gracias por la oportunidad que me han dado de pronunciar estos pensamientos que, muy en libertad, han brotado de mi acercamiento a la Palabra de Dios, proclamada en la liturgia. Les dejo con María, la Bienaventurada Virgen Madre del Rey Juez Pastor.