Un café con Jesús. Flash sobre el Evangelio del XXI domingo del tiempo ordinario

Después del episodio en la barca, que se narró hace dos domingos, hoy Jesús ha preguntado por su propia identidad: «¿Quién dice la gente que soy yo?» (Mt 16, 13-20). Dicen los estudiosos que, en la cultura en la que vivió Jesús, la opinión que los demás era decisiva para definir la tarea de uno en el mundo. ¿También Jesús necesitaba saber qué se pensaba de él?

– Yo creía que no te importaban tanto las encuestas de opinión -le he dicho para empezar a hablar cuando ya teníamos los cafés sobre la mesa-. ¿No sabías de sobras qué hacías aquí?

– Sabía quién era y para qué me había enviado el Padre -me ha explicado sin alterarse-, pero los jefes del pueblo rechazaban mi misión y esto empezaba a hacer mella en mis discípulos. Con esas preguntas sobre mi identidad, quise confirmar que no se equivocaban al seguirme.

– Lo entiendo; pero en cuanto Pedro respondió dejaste de hablar de ti y empezaste a hablar de la Iglesia. Hasta ahora esta palabra no había sonado en tus labios -he replicado-.

– Pensé que ya era el momento de nombrarla. El rechazo del que yo era objeto por los que estaban al frente del pueblo y la acogida que me dispensaban mis pobres discípulos me indicaron que había llegado la hora de poner en marcha el nuevo Israel de Dios -ha continuado después de tomar un sorbo de café-. Pedro, a pesar de soportar la oposición de muchos, acababa de reconocerme como Mesías, y de confesar que soy Hijo de Dios…

– Pedro siempre fue decidido. Cuando veía algo con claridad lo decía con absoluta sinceridad -he confirmado-, aunque no siempre acertase. Recuerda que poco después quiso empujarte por el camino de un mesianismo puramente humano, y le llamaste “Satanás”.

– Así es -me ha replicado moviendo la cabeza y dejando la taza sobre la mesa-, pero tiempo tendría para entenderme y él contaba con la humildad necesaria para reconocer sus errores.

– Y, a pesar de ellos, le entregaste las llaves del Reino de los Cielos. ¿No te precipitaste un poco? ¿No había otro mejor en el grupo? -he añadido mirándole a los ojos-.

– Mira, alabé su confesión de fe, porque había sido el Padre quien le había revelado quién soy yo; y le cambié el nombre, como a los grandes patriarcas del Antiguo Testamento, porque sobre la “piedra”, que él es, yo quería edificar mi Iglesia; y le di el poder de atar y desatar, con lo que se designaba entre los judíos de entonces la potestad de interpretar la ley de Moisés con autoridad… -ha añadido sin dejar de mirarme-. Ciertamente, Pedro no era el mejor de los Doce como se comprueba fácilmente leyendo los relatos de los evangelistas, pero contaba con la confianza y la ayuda del Padre. Cuando le prometí que el poder del infierno no derrotaría a la Iglesia que yo asentaba sobre él, no me apoyé en su fortaleza ni en su saber ni en sus virtudes, sino en que el Espíritu lo sostendría. Poco antes de mi pasión le volví a llamar por su nombre familiar y le dije: «¡Simón, Simón! Mira que Satanás ha solicitado el poder cribaros como trigo; pero yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca. Y tú, cuando hayas vuelto, confirma a tus hermanos» (Lc 22, 31-32). Y así lo hizo, fiel hasta la muerte. Soy yo el que vengo dando estabilidad a la Iglesia a lo largo de la historia, y capacidad para que se convierta. De no ser así, ya se hubiera hundido para siempre. Bien sabes que no siempre ha sido un modelo de fidelidad, pero… ¿Recuerdas la voz que oyó Francisco de Asís?:

– Sí: «Ve, Francisco, y repara mi Iglesia que está en ruinas». Fue en el siglo XIII y no ha sido la única vez que has tenido que salir al quite -le he dicho mientras nos poníamos en marcha-. ¡Menos mal que sigues junto a nosotros!

– Todos los días hasta el fin del mundo -ha subrayado sonriendo-.