Quien cumplió la voluntad del padre

Pedro Escartín
1 de octubre de 2023

Un café con Jesús. Flash sobre el Evangelio del XXVI domingo del tiempo ordinario – A

Después de narrar la entrada gloriosa de Jesús en la Ciudad Santa, el evangelista Mateo coloca un grupo de parábolas que denuncian el rechazo de Cristo por parte de la élite del judaísmo de su tiempo. La primera de ellas es la de los dos hijos, que hoy hemos escuchado (Mt 21, 28-32) y me ha dado la impresión de que la crisis entre Jesús y aquella élite estaba agigantándose…

– Tus relaciones con los jefes del pueblo después de tu entrada en Jerusalén fueron más tensas cada día -he dicho al empezar a hablar-. ¿No fue posible reparar los puentes rotos?

– ¡Qué otra cosa deseaba yo más que tender puentes! -ha respondido suspirando-. Pero, si en una de las dos orillas el terreno se desmorona, el puente no se sostiene.

– Tampoco tú se lo pusiste fácil -he replicado-. Cuando te preguntaron con qué autoridad enseñabas en el Templo, no quisiste responderles.

– No cuentes la historia a medias -me ha replicado-. Les había preguntado si el bautismo de Juan procedía del cielo o de los hombres y me respondieron que no lo sabían (Mt 21, 23-27). Cuando me di cuenta de que en aquel encogerse de hombros no había sinceridad, les contesté: «Tampoco yo os digo con qué autoridad hago esto». Y para que recapacitaran les propuse la parábola de los dos hijos, que hoy habéis escuchado.

– Sin embargo, he leído en alguna parte que un grupo de campesinos no cristianos de Palestina a quienes se contó esta parábola respondieron que quien actuó bien fue el segundo hijo: el que respondió a su padre: “Voy, señor”, pero no fue, porque el otro hijo, al decirle “No quiero”, había puesto en entredicho el honor de su padre y, aunque después fue a trabajar al campo, los vecinos ya habían pensado que aquel padre no tenía autoridad sobre su hijo y por tanto era un hombre poco honorable…

– Sí; las apariencias eran muy importantes entre la gente de entonces, pero en mi parábola no pregunté quién se comportó bien, sino quién cumplió la voluntad del padre. Lo que pretendí, al proponerles esta parábola, era que cambiaran de perspectiva; que comprendieran que el Padre no mira las apariencias, sino lo que hay en el corazón. Los odiados recaudadores de impuestos, a los que llamaban ‘publicanos’, las pecadoras públicas, los mendigos y los marginados abrían sus corazones y procuraban cambiar de vida cuando se veían acogidos por mí, pero los otros debían cambiar las apariencias por la conversión y no lo hacían -ha añadido pausadamente y luego ha tomado un sorbo de café-.

– Tal vez les pedías demasiado -he dicho abriendo los ojos de par en par e imitándolo tomando yo también un sorbo de café. Luego he comentado: ¡Qué bueno hacen aquí el café!-. ¿No te parecía suficiente con que los fariseos, los sacerdotes y los ancianos ya hubieran dicho sí a Dios al aceptar la ley de Moisés, mientras que los otros “se la pasaban por el arco del triunfo”, como se dice vulgarmente?

– Acabas de decir que este café es bueno: ¿en apariencia o de verdad? Con las apariencias no se llega a ninguna parte. Los mismos que en apariencia decían sí al Padre me criticaban porque acogía a los pecadores y marginados y comía con ellos; yo les decía que, siendo compasivo y misericordioso, me comportaba igual que el Padre, pero no me escuchaban. En cambio, ¿recuerdas a Zaqueo o a la pecadora que me lavó los pies con sus lágrimas? Y no fueron los únicos… La conversión cambia el corazón y del corazón salen luego las buenas acciones, pero un árbol malo no puede dar buenos frutos -ha concluido-.

Y yo le he dicho: – Tendremos que irnos. No sé si el café de hoy me dejará dormir… (luego he recogido la nota y me he encaminado hacia la barra).

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