Prosper Mbabazi: «Mi sacerdocio no es un logro personal, si no un don de Dios»

Marta Latorre
9 de mayo de 2025

El próximo domingo, 11 de mayo, domingo del Buen Pastor y cuarto de Pascua, celebramos la Jornada de oración por las vocaciones. Este año invita a los jóvenes a interrogarse sobre su vocación y a la comunidad cristiana, a acompañar y rezar por ellas. Por su parte, la Jornada de vocaciones nativas busca sostener las vocaciones de especial consagración que surgen en los territorios de Misión, para que ninguna de ellas se quede frustrada por falta de recursos. Para ello, además de la oración, promueve la colaboración económica.

El sacerdote de la diócesis de Tarazona, Prosper Mbabazi, originario de Burundi, nos cuenta cómo fue su llamada vocacional en este testimonio que compartimos y animamos a leer.

 

Me llamo Prosper Mbabazi. Soy sacerdote desde 2012. En esta Jornada Mundial de oración por las vocaciones y Jornada de vocaciones nativas, comparto la historia de mi vocación para animar a seguir apoyando a la Obra Misional Pontificia de San Pedro Apóstol, un servicio misionero de la Iglesia que ayuda a las vocaciones surgidas en los territorios de misión.

Nací en Burundi (África) y me críe en una familia monoparental. Soy el mayor de cuatro hermanos. Siempre que repaso la historia de mi vocación, nunca encuentro el día exacto en que sentí la llamada del Señor. Sólo comprendo que el Señor me fue orientando al sacerdocio mucho antes de que fuera consciente de ello. Mi madre tuvo un largo noviazgo con mi padre porque él le decía a ella y a mis abuelos, que quería una boda espectacular, y que necesitaba más tiempo para prepararla. Por eso fue alargando el tiempo y mientras tanto, tuvieron hijos. Al final no celebraron su boda, se separaron y mi madre tuvo que criarnos ella sola y aguantar todas las consecuencias, entre otras, el rechazo de su vecindario. Pero ella tuvo la valentía de soportarlo todo y la fuerza suficiente para sacar adelante su familia. Se sacrificó para que sus hijos tuviéramos un futuro mejor. Incluso cuando se agudizó el conflicto político-social del 1993, mientras muchos niños y jóvenes abandonaban los estudios por falta de recursos necesarios, ella trabajó duro hasta olvidarse de sí misma (descanso, comodidad, fiestas, etc.); y, sobre todo, no nos abandonó ni nos dejó al cuidado de nadie, para tener la figura de la mujer socialmente aceptada, o mejor dicho, valorada. Aquí es donde vislumbro las raíces de mi vocación sacerdotal. Si no hubiera hecho los estudios anteriores a los del seminario, no habría yo llegado a plantearme el sacerdocio.

Antes de terminar el bachillerato, nunca tuve la idea de ser sacerdote. Mi madre me repetía constantemente que tenía que terminar los estudios para ayudarle a pagar los estudios universitarios de mis hermanos. Por eso crecí con la idea de sacar una buena carrera y ganar bien. Quería ser médico. Todo cambió cuando,  tras el examen de acceso a la Universidad, en un encuentro juvenil de mi parroquia, en un momento de silencio ante el Santísimo Sacramento, leyendo el salmo 116, encontré esta pregunta: “¿Cómo pagaré al Señor todo el bien me ha dado?” (Sal 116, 12). En ese mismo momento comencé a repasar todo mi pasado. Vi cómo el Señor me salvó de la orfandad. Vi que, por pura gracia, pude terminar el bachillerato ya que desde pequeño había tenido poca salud: me hospitalizaban mucho y me tocaba repasar las materias sólo y hacer los exámenes escolares fuera de los plazos establecidos. Pese todo esto, siempre sacaba buenas notas.  Entre tantas cosas que me aterrorizaban, estaba el servicio militar obligatorio para todos los candidatos a la Universidad, y ese año que me iba a tocar se suprimió. Entonces, ante tantos bienes que el Señor me había dado, aquella pregunta me sugirió la idea de ser sacerdote. Vi que sería la mejor forma de agradecerle todo lo que el Señor me había dado, y comencé a madurar la idea.

Al principio, mi madre se opuso y acabó rindiéndose ante tanto deseo mío. Pero una de las razones para dejarme ir al seminario fue que no me iba a pagar la formación: le ahorraba muchos gastos. Aquí es donde confirmo la gratuidad de mi vocación y la importancia de la Obra Misional Pontificia de san Pedro Apóstol. Si no existiera, yo no habría llegado a ser sacerdote. Me habría quedado con el deseo. Por eso animo a apoyarla. Porque, por falta de recursos materiales, los seminarios y noviciados, tienen plazas limitadas y eso hace que, donde hay un gran florecimiento de vocaciones, haya gente, sobre todo jóvenes, con inquietud vocacional, que se quedan sin probar la veracidad de sus sueños.

Yo doy gracias al Señor por el don de mi vocación sacerdotal. Cada día  comprendo más que mi sacerdocio no es un logro personal, sino un don de Dios. El me dio la vida sin habérsela pedido; me libró de los peligros de tenerla difícil; me inspiró ser sacerdote en el momento adecuado de mi vida; sigo disfrutando del ministerio sacerdotal gracias a Él. Por eso soy y quiero ser siempre para el Señor en mis hermanos.

Durante mis casi trece años de ministerio sacerdotal, pasados en gran parte aquí en la diócesis de Tarazona, he experimentado que, en una sociedad cada vez más secularizada, el sacerdote sigue siendo buscado y, que es bueno que sea reconocible en la calle. He atendido personas en las estaciones, en supermercado, en santuarios, etc. Por lo tanto, considero que el hacerse visible como sacerdote, con la vestimenta clerical, no es marcar distancia sino manifestar el servicio que se puede prestar. Creo que también es una forma de suscitar vocaciones.

Termino agradeciendo a mi madre y a todas las personas que me acompañaron en mi vocación. Seguid orando y apoyando la formación de futuros sacerdotes, porque, si quizá no hay seminaristas en vuestra diócesis, vuestra ayuda llegará a los de otras diócesis. Yo mismo soy producto de esas ayudas y oraciones, gracias a esa comunicación de bienes en la Iglesia.

¡Viva la Obra Misional Pontificia de San Pedro Apóstol!

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