Nos hemos acomodado a vivir en una sociedad capitalista, en que lo prioritario es el dios dinero. Por eso unos acumulan y a otros los dejamos en los márgenes de los caminos. Son los descartes de que habla el Papa Francisco. De eso sabemos bastante los voluntarios y voluntarias de Manos Unidas, donde diariamente se reciben proyectos de desarrollo que puedan ayudar a las personas a salir de la miseria a donde han sido relegados por el egoísmo de algunos.
Tanta importancia se le da al dinero que es necesario fomentar el consumo para que el capital siga creciendo y creciendo.
Para ello se utilizan los medios necesarios, sean o no éticos. Uno de ellos es la “obsolescencia programada”. Hace unos días una tertulia radiofónica se ocupó del tema. Se trata de acortar la vida útil de algunos productos, especialmente electrodomésticos y material informático.
Parece ser que este fraude empezó sobre los años veinte del siglo pasado con las bombillas, que podían alumbrar durante dos mil horas y las construyeron para durar la mitad. Cuanto más duraran, menos se venderían y eso no favorecía al empresario. Lo siguiente fueron las medias de nylón sobre los años cincuenta, también del siglo pasado, que cambiaron de tejido para hacerlas durar menos.
Se ha analizado una marca de aspiradores que lleva una pieza cuyo coste es de unos dos euros y según su medida hace que el aspirador dure más o menos. Las lavadoras que llevan el tambor de metal duran más que las que lo llevan de plástico. Las impresoras también duran poco. Incluso los cartuchos de tinta, parece ser que cuando terminan de funcionar tienen todavía algo de tinta en su interior. Hay cosas que podrían repararse, pero el arreglo cuesta más que comprar uno nuevo. Y suele suceder que se programa su deterioro al poco de caducar la garantía. Pero lo más grave es que la mayor parte de estos productos se fabrican en países del Tercer Mundo, donde los sueldos son míseros, las condiciones de trabajo infrahumanas y los Derechos Humanos no existen.
Nos dejamos arrastrar por la publicidad que nos hace creer lo importantes que seremos si compramos este o aquel objeto. Nos hace sentir la necesidad de cambiar cosas, aunque las que tenemos sean parecidas y sigan funcionando perfectamente ¿Cómo si no podemos explicar que muchos pasen la noche haciendo cola para comprar el último modelo de móvil? Incluso a precios desorbitados.
Sin embargo, poco pensamos en las consecuencias. Una de ellas es el deterioro del planeta. 45 millones de toneladas de desechos al año cuyos destinos mayoritarios son Ghana, India, China… que convertimos en nuestros estercoleros. 12 millones de toneladas de plásticos van al mar. No nos damos cuenta que el planeta es finito y que más tarde o más temprano pagaremos las consecuencias del espolio al que lo estamos sometiendo.
Bien es verdad que últimamente se está fomentando el reciclaje, que parece puede ser rentable, si bien nos falta mucha conciencia en la separación de los desechos.
Está claro que estamos en manos de las grandes corporaciones económicas y no en las de los políticos.
Estas empresas tributan a la hacienda pública el 1 % de sus ingresos y las pymes el 23 %, cuando son éstas las que más empleo crean.
Estamos en un sistema capitalista en una sociedad del engaño, donde es más sagrado el beneficio del empresario que los derechos de los clientes.
Creo que la conclusión de todo esto debería ser el preguntarnos cuando vamos a comprar algo ¿De verdad lo necesito? También valorar su origen y no dejarnos engañar por una publicidad arrolladora que nos envuelve con su modo de presentar las bondades del producto. Dicen que San Francisco de Asís decía: Necesito poco y lo que necesito lo necesito tan poco….