Flash sobre el Evangelio del Domingo XXV del Tiempo Ordinario

Del evangelio que hoy hemos escuchado (Mc 9, 30-37) me ha llamado la atención la actitud de los discípulos ante el anuncio que Jesús hizo de su cercana muerte y resurrección. El evangelista subraya que no le entendieron cuando, por segunda vez en pocos días, les anunció que sería entregado a la violencia de los hombres. Pero ahora ni le contradijeron, como hizo Pedro ante el primer anuncio, ni se atrevieron a preguntarle. Ya sé de qué hablar con Jesús…

– Hoy me vas a aclarar el modo de proceder de tus discípulos -le he dicho nada más vernos-.

– ¿Cuánta prisa tienes, que ni siquiera saludas? Buenos días y feliz domingo -me ha dicho por respuesta, mientras yo trataba de excusar mis prisas y ocupábamos una mesa vacía-.

– Perdona mi atolondramiento. Es que he quedado tocado por dos frases de Marcos, el evangelista que relata los acontecimientos con menos remilgos. Escribió que tus discípulos «no entendían» cuando por segunda vez les dijiste que morirías a manos de los hombres, y, además, que les «daba miedo preguntarte» por ello. No comprendo bien esa reticencia de tus discípulos.

– No les comprendes porque no estás en su pellejo -me ha dicho sonriendo con complicidad, mientras cogía la taza de café y degustaba el primer sorbo-. En primer lugar, ellos quedaron aturdidos porque no entraba en sus cálculos la imagen de un Mesías humillado. Recuerda lo que hablamos el domingo pasado. Y, además, me atrevo a decirte que casi preferían no conocer la verdad sobre el Mesías, pues sospechaban que tendrían que cambiar sus expectativas. Por eso les daba miedo preguntarme.

– Pero esto deja mal parado a aquel grupo que te acompañaba y que tú mismo habías elegido. Resultan ser más rastreros e interesados de lo que imaginamos. Siempre les ponemos un aura de bondad y generosidad que no casa con lo que dices… -he replicado-.

– Amigo -me ha dicho con la serenidad del propietario de la viña, cuando le protestó un jornalero porque fue generoso con los que llegaron a trabajar más tarde que él-, no te metas con ellos, porque todos estáis hechos de la misma pasta. ¿O es que tú y otros cristianos actuales no desbarráis a la hora aceptarme como Mesías? ¿No preferís vuestro bienestar y el de la Iglesia a servir a los pobres, cosa que siempre produce dolor de cabeza y en el alma?

– ¡Tienes razón! -he reconocido avergonzado-. Siempre olvido que la conversión forma parte del seguimiento de tu persona. No basta con entrar en Jerusalén gritando: ¡Hosana al Hijo de David! Hay que ser capaces también de estar al pie de la cruz confesando: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios». Y de esto sólo fueron capaces tu madre, un discípulo y tres o cuatro mujeres… Bueno, y un centurión romano que dijo esas palabras; se me olvidaba…

– Y muchos otros que, a partir de entonces, me habéis reconocido contra viento y marea -ha puntualizado con talante comprensivo-. No olvides lo que has dicho sobre la necesidad de conversión; ésta llega siempre, si dejáis una puerta abierta a mi Espíritu.

– Tendré que escribir un papel con tus palabras: «Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos» para tenerlo ante mis ojos -he dicho en son de paz-.

– Sin olvidar el abrazo que di a un niño diciendo: «El que acoge a un niño en mi nombre, me acoge a mí». En aquella tierra, a los niños no les daban la importancia que tienen entre vosotros; eran el símbolo de lo insignificante. Amigo, no olvides que se es grande cuando se hace sitio a quienes no se les reconoce su grandeza… -ha dicho con tono de despedida-.

Así que hemos pagado y hemos quedado: ¡Hasta el domingo que viene, si Dios quiere!