Las fiestas, la fiesta y la alegría

Pasó Navidad: la celebración del Nacimiento del Señor. Tiempo de alegría. Tiempo de fiesta. Tiempo de fiestas. Tres palabras que no dicen lo mismo. La Navidad de 2020 ¿ha sido alegría, fiesta o fiestas? De todo, sin duda. Para unos ha sido alegría y fiesta; fiesta que nace de la alegría; alegría que se expresa en fiesta. Para otros habrá sido tiempo de fiestas; ¿también de alegría?

He recordado -lo hago en muchas ocasiones desde que la leí en 2010- esta frase de Benedicto XVI: “Se pueden organizar fiestas, pero no la alegría” (Verbum Domini, 123. 30 sept 2010)). Y escribió también: “Una alegría que es un don inefable que el mundo no puede dar” (ibidem). Esta segunda frase la refiere el Papa Benedicto a la alegría que nace de la fe en Cristo, de la Palabra de Dios, del Espíritu Santo. La primera afirmación es válida para cualquier persona, sea creyente o no, cristiana o de otra fe.

Las fiestas se organizan, se programan. Se celebran y pasan. Son efímeras. Y han costado dinero. Algunas, muchísimo dinero. En las fiestas sólo participan los que tienen dinero y sus invitados. Te divierten un rato, y ahí termina todo. O te dejan resaca molesta, pesada, e incluso triste. Ni nacen de la alegría, ni normalmente llevan a la alegría.

La alegría nace del corazón, del interior de la persona. No cuesta dinero. No necesita programación. Ni grandes preparativos. Es totalmente gratuita. Es compatible con la fiesta. En muchas ocasiones, la alegría organiza fiesta espontáneamente. Sin costos o costos sencillos y moderados. Porque la alegría en sí misma es gratificante y contagiosa. Y permanece.

La verdadera alegría no es fruto del divertirse, es decir, de evadirse de la realidad, de la seriedad de la vida, de sus problemas y dificultades. La verdadera alegría está vinculada a algo más profundo. Nace y crece de la valoración de la vida, de la convicción de la dignidad de ser persona, de tener una razón profunda y gratificante que dé sentido a la existencia. Crece y se fortalece porque su fundamento es una razón profunda y noble para vivir con una conciencia pacificada. Los errores o culpas son aceptadas, superadas y purificadas. Se alimenta del hecho de amar y ser amado. La verdadera alegría no es un simple estado de ánimo pasajero, ni algo que se logra con el propio esfuerzo. Pero sí exige buscar y encontrar esa razón para vivir.

La fe en Dios es también fundamento y causa de alegría. La razón más profunda para el creyente, para el cristiano. Por eso la fe no es compatible con la tristeza ni con la superficialidad que olvida la realidad del mundo. Aunque los cristianos no ofrecemos siempre esa alegría a nuestro alrededor. Y tenemos, con demasiada frecuencia, rostros de funeral, en expresión de Francisco. La tristeza permanente deforma la fe cristiana.

La alegría es compatible con las dificultades y contratiempos de la vida. Existe y se da también en los momentos difíciles de la vida. Porque la alegría no consiste en la carcajada, ni en la risa continua, ni siquiera en un rostro sonriente. En esos momentos difíciles, la alegría se convierte en paz interior, en serenidad profunda, en esperanza y en resistencia luchadora contra el mal.

“La felicidad se encuentra más cerca de la alegría que del placer. Desde luego, se puede sentir placer y alegría al mismo tiempo. Si se alcanza esa situación, el placer se perfecciona y en cierto modo se transfigura. Habría que hacer una campaña de reivindicación de la alegría, porque parece que estamos obsesionados con los placeres, como si fueran nuestra única salvación, y luego, al comprobar que no bastan, nos desesperamos”.[1] Entre los placeres se encuentran las fiestas, como simples fiestas evasivas; no la fiesta que nace o expresa una alegría concreta o que busca encuentros saludables y fraternos. La fiesta que surge de la alegría supera en calidad a las fiestas del consumo o de la evasión alienante. Son de otro orden humano.

“Sin embargo, la alegría no es fácil. A nadie se le puede forzar a que esté alegre; no se le puede imponer la alegría desde fuera. El verdadero gozo ha de nacer en lo más hondo de nosotros mismos. De lo contrario será risa exterior, carcajada vacía, euforia pasajera, pero la alegría quedará fuera, a la puerta de nuestro corazón”.[2]

¿Se puede ser alegre cuando hay tantos sufrimientos a nuestro alrededor y en el mundo? La alegría, como actitud humana y cristiana, nos lleva a comprometernos para que todos nuestros hermanos puedan llegar a la alegría. Sin olvidar que muchas personas llevan una vida de dolor y de injusticia y no pierden la alegría de vivir. Esto no es ningún consuelo barato o insultante, sino la constatación de que la auténtica alegría es compatible con el dolor y la injusticia y da fuerzas para superar el dolor y para luchar contra la injusticia.

En definitiva, las personas, los cristianos, manifestamos la alegría cuando, evitando toda acritud y resentimientos en la relación con los demás, a pie de calle, irradiamos, comunicamos, confianza y esperanza, afabilidad y sonrisas. Porque la alegría se contagia. El que la tiene, la transmite a quienes conviven con él. Como el que está amargado o resentido, contagia amargura y resentimiento.

 

 

[1] José Antonio Marina. HABLEMOS DE LA VIDA, diálogo con Nativel Preciado, Madrid 2002, pág.72.

[2] José Antonio Pagola. Religión Digital – 02.12.2019