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Opinión

José Manuel Murgoitio

La egología que surgió del frio

4 de marzo de 2020

En su obra cinematográfica “La teoría sueca del amor”, el director Erik Gandini nos presenta una realidad social resultado de una de las propuestas socialdemócratas escandinavas de los años setenta y dirigidas a alcanzar una sociedad avanzada con una elevada calidad de vida, y que ha encontrado desarrollo práctico en países como Suecia o Finlandia. Países de los más desarrollados y con un elevado nivel de vida por los que, desde este apartado lado del Mediterráneo, algunos suspiran atraídos por sus idealizados sistemas educativos, de protección social y calidad de vida. Y especial referencia requiere el idealizado sistema educativo finlandés, en el que expertos pedagogos, docentes y políticos de nuestro país han puesto sus ojos como modelo a imitar, basándose exclusivamente en sus resultados académicos, pero obviando el modelo antropológico que subyace en el mismo.
Detrás de todo proyecto educativo hay siempre una antropología más o menos explícita. Y así es, tras el modelo social que revela “la teoría sueca del amor” se encuentra un paradigma antropológico a través del cual se logra configurar un modelo de sociedad avanzada y de “no” relaciones personales entre sus miembros, que se dicen libres e iguales, en donde lo que subyace es la tesis de la independencia como garantía de la libertad.
Así es, según este planteamiento, se es libre en la medida que se es independiente, ya que la independencia es la medida de la libertad. Es decir, la libertad se entiende como independencia. Tan libre eres como independiente te conduces en tu vida. Independencia que se predica de todos los demás y del propio Dios, por supuesto, y que al asumirse como modelo social a implantar dará lugar al denominado “individualismo de Estado”.
Y la cuestión es que las políticas de ingeniería social de la progresía política, tendentes a la implantación de concretos modelos antropológicos en torno a las grandes cuestiones sociales presentes nuestra sociedad, toman como punto de partida aquel paradigma del “individualismo de Estado”. Así, puede esto predicarse tanto desde la propuesta de una ley para la eutanasia, de la pretendida regulación de la maternidad subrogada, la desaparición de los conceptos de padre y madre en aplicación de las teorías “queer”, como de una reforma educativa en la que los padres nada o poco tienen que decir sobre la educación de sus hijos.
Se trata por ello de configurar una sociedad en la que el “individualismo de Estado” se constituya en elemento fundante del propio orden social. Y de este modo, como cuanto más independiente eres más libre eres, se trata de liberar a las mujeres de los hombres (que son machistas por su propio orden natural); liberar a los hijos de sus padres (porque los educará el Estado en sustitución de aquellos a través de guarderías, colegios, residencias, etc.); liberar a los adultos de sus padres, los abuelos (porque vivirán solos, sin molestar a nadie, y llegado el tiempo y las condiciones se irán sin molestar que para eso estará la eutanasia); liberar al Estado de la propia sociedad (porque aquel nunca ha creído en esta); y, por supuesto, liberar al hombre de Dios (que lo aprisiona con las cadenas de la creencia y le impide ser verdaderamente autónomo). El Estado viene así a sustituir a la familia, los amigos e incluso a las entidades sociales como sistema de protección personal y social.
Este modelo, propio del ateísmo progresista, se ha convertido en el foco de una nueva pandemia de soledad que se contagia a otros países. Se trata de un modelo social en los que las personas mayores viven solas y mueren solas, abandonadas en lo personal a su suerte por la propia sociedad. En el que una familia monoparental tiene más valor objetivo para los poderes públicos que aquellas con un padre y una madre (por ejemplo para la escolarización de alumnos). Una sociedad (como la sueca) en las que las mujeres encargan a domicilio “packs” de inseminación artificial, sometiendo a las nuevas generaciones a una tremenda soledad originaria. Una sociedad de ciudadanos que creyéndose libres viven en una profunda soledad -que no es sino una nueva forma de encadenamiento social- (Uno de cada cuatro suecos muere solo, sin nadie que tenga conocimiento de su muerte y en Estocolmo el 50% de la población vive sola); y lo es hasta el punto de que en aquellos países han surgido dependencias administrativas –ministerios- que gestionan la soledad de sus ciudadanos, como los que gestionan el tráfico, la agricultura o las pensiones.
El “individualismo de Estado” es así una nueva forma de totalitarismo que pretende reducir al hombre a una sola dimensión, la horizontal y ya sabemos que, como advierte Benedicto XVI, “cuando Dios pierde su centralidad, el hombre pierde justo lugar, no se encuentra más su lugar en la creación, en las relaciones con los demás” (Catequesis semanal por el Año de la Fe, Noviembre 2012). Y es que no podemos prescindir de nuestras relaciones con los demás.
Por todo ello, frente a las imposiciones de estas nuevas formas de “individualismo de Estado”, de ese primado del «yo», los católicos debemos recordar a esta sociedad que para que una persona llegue a ser una misma lo debe hacer desde el otro; porque somos seres relacionales por nuestra propia naturaleza. Que más allá del egoísmo existencialista cada uno de nosotros somos un “yo” que se convierte en sí mismo sólo desde el “tú” y desde el “vosotros”, y que desde esa relación podemos llegar al “Tú” de Dios, pues el hombre está creado para el diálogo y para la comunión con los demás y con Dios.
Podemos así preguntarnos si una vida en soledad y aislamiento personal es realmente una vida autónoma e independiente y por ello verdaderamente libre, tal y como se nos propone desde determinados sectores sociales y políticos que se dicen progresistas y nos acaban conduciendo a una «egología» en la que el ser humano es reducido a su dimensión individual.

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