Opinión

Jesús Moreno

A pie de calle

La alegre sobriedad de compartir

8 de enero de 2020

Hay hechos, palabras, gestos, situaciones que nos disgustan, que no nos dejan sentir la experiencia de sentirnos a gusto con la sociedad, con los demás, con los vecinos, con nosotros mismos… Hechos y situaciones que rompen la armonía interior que querríamos vivir con los otros, con nosotros mismos. Abusos, egoísmos, enfrentamientos, injusticias, pobreza, emigrantes, personas sin techo o con hambre, agresiones de todo tipo desde la violencia callejera hasta la que mata o viola…

El origen de todo esto lo podemos encontrar, entre otras muchas razones, en no considerarnos todos, unos y otros, personas iguales en dignidad y en que estamos llamados a convivir en pacífica y enriquecedora convivencia.

Otros hechos, palabras, gestos y situaciones nos hacen sonreír desde dentro, alegrarnos, sentir el gozo interior de sabernos personas. Cuando nos comprenden o intentamos comprender al otro. Cuando nos ayudan y ayudamos. Cuando comunicamos o nos dan amor, esperanza, ánimo. Cuando apoyamos y otros apoyan acciones, actividades, compromisos para hacer más habitable nuestro mundo y más fraterna y pacífica la convivencia humana, la realidad social…

El fundamento de todo esto, entre otras motivaciones, lo encontramos en la conciencia de que formamos una sola familia humana. Que cada miembro nace con la misma dignidad, con el mismo derecho a participar de lo que nos ha sido dado a todos sin distinción y sin privilegios. Que la creación, los frutos de la tierra, el derecho a vivir dignamente, el deber de trabajar para que todos puedan disfrutar de lo que nos ha sido dado para todos, son dones y tareas que hemos de cuidar y ejercer.

De este segundo fundamento surge una manera de vivir y de relacionarnos con los demás, con la creación, con nosotros mismos. Un modo humano, solidario y fraterno, de mirarnos a nosotros mismos y a los demás. De modo especial a los más necesitados o menos valorados por esa parte de la sociedad que solo se mira a sí misma y mide todo por el interés, sobre todo, económico.

Forma parte también de este fundamento, la valoración de la diversidad humana como posibilidad de entendimiento, de enriquecimiento mutuo. La diversidad multiplica unas relaciones que suman valores e ideas y hacen más completa a la persona humana. La diversidad enriquece. El uniformismo todo lo empobrece. La diversidad no es un campo de batalla para despreciar a los diversos o auparnos sobre ellos. Es un campo de trabajo constructivo de riquezas compartidas y aumentadas

La común dignidad y la diversidad, aceptadas interiormente, nos llevan a descubrir la necesidad de compartir. La necesidad y la obligación, no impuesta sino crecida desde el corazón, de poner lo que soy y lo que tengo al servicio de los demás. La riqueza que nos regala el acoger lo que otros piensan, aportan y trabajan y lo que yo puedo ofrecer de mí mismo a los demás.

“De aquí surgen, en particular, motivaciones profundas y una nueva forma de vivir en la casa común, de encontrarse unos con otros desde la propia diversidad, de celebrar y respetar la vida recibida y compartida, de preocuparse por las condiciones y modelos de sociedad que favorecen el florecimiento y la permanencia de la vida en el futuro, de incrementar el bien común de toda la familia humana”. (FRANCISCO. Mensaje Jornada Mundial de la Paz. 1 enero 2020).

Todo esto nos lleva a la alegre sobriedad del compartir (estimulante expresión de Francisco en el mensaje citado).

Alegre porque tiene un fundamento profundo: poner en común lo que se me ha dado como persona miembro de una familia común. Hacerlo nos comunica paz y gozo interior.

Sobriedad porque el abuso o la acumulación, siempre injusta, de lo que nos ha sido dado para todos, hace que otros no puedan ni vivir dignamente.

Compartir: sólo valorando la igual dignidad e igual necesidad de todos sin distinción, podremos llegar a experimentar el gozo de la sobriedad y del compartir lo que somos y tenemos.

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