Hay algo común en todo ser humano, de todas las épocas y lugares: el deseo de ser feliz. Todas nuestras acciones se encaminan, consciente o inconscientemente, a lograr la felicidad. Y siendo esto bueno, debemos ser conscientes de que esta felicidad siempre será limitada porque las cosas de este mundo no pueden llenar las aspiraciones del hombre.

Sabemos pues que nuestro corazón solo se llenará en la otra vida, cuando estemos gozando de Dios, pero mientras eso ocurre, tenemos la obligación de ser felices y lo que es más importante, hacer felices a los demás. Hay un libro clásico de Don Jesús Urteaga, que recomiendo, titulado: «Siempre alegres para hacer felices a los demás». Y es que es una necesidad imperiosa que los cristianos del siglo XXI contagiemos alegría y serenidad en un mundo sin rumbo, que da tumbos desquiciantes porque no sabe donde va…

El Papa Francisco nos lo recuerda constantemente, en sus exhortaciones apostólicas y en sus alocuciones. Porque si no somos alegres no podemos contagiar las ganas de vivir la fe. Tenemos que dar envidia y no pena. Envidia porque vivimos con paz, interior y exterior, porque sabemos quien es nuestro Padre . Porque sabemos que con cada dificultad, enfermedad, sufrimiento, siempre nos da la gracia proporcional para llevarlo… y con alegría!

El sufrimiento es una realidad en toda persona creyente o no. La vida es un camino dinámico. Nada está ya hecho del todo y las cosas se pueden torcer cuando menos lo esperamos o aparecer el dolor y la muerte como un ladrón ¿Entonces toca sufrir? Sí, pero no en vano, si sabemos mirar más allá y darle un sentido redentor. 

Y así, se nos llenarían las iglesias, todo el mundo querría saber «nuestro secreto» que no es otro que la vida en Cristo. Y termino con un pensamiento que nos da la clave: «la  felicidad no es un estado, es una actitud».