Javier Valenzuela, interno en tercer grado de la cárcel de Daroca y «becario» de la Pastoral Penitenciaria de Zaragoza -como a él le gusta describirse-, narra su vivencia del vía crucis celebrado en la parroquia de Santa Gema el pasado Viernes Santo, 7 de abril, siendo el objeto del mismo los cautivos, los encarcelados, los presos.

El pasado Viernes Santo asistí a una sobria y conmovedora celebración del rezo del Vía Crucis, en un hermosísimo templo, la parroquia de Santa Gema. Rodeados de los invitados a participar en la ceremonia, religiosos, voluntarios del mundo penitenciario, internos, familiares, … y un servidor. Al finalizar cada estación, las preces, oraciones y meditaciones eran acompañadas por un grupo de tambores y bombos, en las estaciones impares, y por jotas magníficamente entonadas y tocadas, en las pares, con letras muy apropiadas a los sentimientos del momento.

Se percibía, o yo lo sentí al menos, al orarlo, lo mucho que Jesús sufrió por salvarnos del pecado. A diferencia de años anteriores esta vez me he sentido mas identificado. Hasta ahora he seguido los vía crucis como simple espectador de un macabro y lúgubre espectáculo de salvajismo e imperdonable error humano, pero al escuchar este camino a la Cruz del lápiz de compañeros presidiarios me llené de dolor, alguna lágrima brotó de mis ojos, entendí que yo era la causa de ese sufrimiento de Jesús. Que había sufrido y muerto por mis pecados, por amor a mí.

El Vía Crucis representa el recorrido de Jesús que nos redimió en su Santa Cruz. Un recorrido que coincide en algunos aspectos con el de los presos, salvo el matiz bastante destacable, entre otros incluso más relevantes, de que Nuestro Señor era inocente, y nosotros… yo, al menos, no. “Lo nuestro es justo, pues recibimos la paga de nuestros delitos; éste en cambio no ha cometido ningún crimen”.

Los presos, para Nuestro Señor, somos unos privilegiados. A lo largo de su vida y enseñanzas siempre se ha acordado de nosotros, con sus obras, su testimonio, su Palabra; los presos, siempre a nuestro lado. Siempre nos ha tratado con inusual cariño “De cierto os digo que en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis”. Ya lo adelantabas cuando repetías que “No he venido a llamar a justos sino a pecadores al arrepentimiento”, también pensabas en nosotros, está claro, “Acordaos de los presos, como si estuvieseis presos juntamente con ellos”, o cuando indicabas que “El Espíritu del Señor está sobre mi.. Me ha enviado para proclamar libertad a los cautivos”. Y cuando nos proteges anunciado que: “Vengan, benditos de mi Padre, y reciban en herencia el Reino que les fue preparado desde el comienzo del mundo, porque … estaba preso, y me vinieron a ver…”. Y al final de tu vida terrenal compartiendo celda y condenado, con nosotros. Que inmenso honor.

Padre, cómo pudiste fijarte en mí, si soy tan pequeño, débil y pecador. Cómo decía mi Santa de cabecera, santa Bernadette, “si hubiese existido en la tierra un niño más ignorante y estúpido, tú lo hubieses elegido” (lo de ignorante y estúpido va por mí, evidente).

Personalmente no me canso de agradecerte que permitieses mi paso por la cárcel, porque a través de este he llegado a conocerte. Bendito seas Señor. Para mí este tiempo atrás, entre rejas, ha sido uno de los muchos milagros que has hecho en mi vida.

Todas las noches, en el chabolo, me sosegabas, en los otros internos, me hacías compañía y me iniciabas en la caridad cristiana, en los funcionarios, me enseñabas, me corregías y me aleccionabas sobre paciencia y humildad, y con los sacerdotes, los voluntarios de la Pastoral Penitenciaria y otros grupos religiosos, me fortalecías en el conocimiento de la fe, de tu Palabra, me llenabas del Espíritu Santo, y de esperanza.