Opinión

David López

El espejismo del renacer católico

7 de noviembre de 2025

No todo lo que huele a incienso es fe. En tiempos de ruido y polarización, abrazar una identidad religiosa puede servir más para distinguirse de los otros que para encontrarse con Dios.

En los últimos meses, algunos titulares han hablado de un “renacer católico” en España. Las encuestas del CIS detectan un leve repunte de quienes se declaran católicos, después de décadas de caída constante. También entre los practicantes se observa un ligero ascenso: del 24 % al 26 % en el último lustro. Hay quien ha querido ver en esos números la señal de un cambio de ciclo, la prueba de que el secularismo se agota y la fe vuelve a tomar aire. Sin embargo, conviene mirar con calma lo que esos datos dicen —y lo que callan.

No cabe duda de que el catolicismo vuelve a ocupar espacio en la conversación pública. Ahí están las tertulias sobre Los domingos, la película de Alauda Ruiz de Azúa, o las interpretaciones del último álbum de Rosalía, que muchos han leído como una relectura contemporánea de la imaginería religiosa. La cruz, el rosario, el incienso… resurgen en el arte, en la moda, en la estética. Pero ese retorno de los símbolos no siempre comporta una vuelta de la fe. A veces expresa más bien una nostalgia cultural, un intento de reconciliarse con un lenguaje espiritual que habíamos perdido.

La fe no se mide en porcentajes ni en votos. Pero sí resulta llamativo que este pequeño repunte coincida con un clima social cada vez más crispado. Durante buena parte del siglo XX, la religión actuó como un espacio común: tanto en la derecha como en la izquierda, la mayoría se reconocía católica. Hoy, sin embargo, esa identificación se ha fragmentado. Según el CIS, cerca del 80 % de los votantes del PP y Vox se declara creyente, frente a la mitad de los del PSOE y a una minoría marginal en los partidos más a la izquierda. La fe, de ser un punto de encuentro, ha pasado a ser una frontera simbólica más. Tal vez el modesto regreso de los números no responda a una conversión del corazón, sino a la traslación de las tensiones políticas al terreno moral: aborto, eutanasia, identidad sexual o modelo de familia. La religión se usa así, a veces, como marcador cultural o ideológico más que como camino de salvación.

Convertir la fe en frontera, en vez de en puente, no es signo de vitalidad, sino de agotamiento. Si el catolicismo renace solo entre quienes pueden permitirse defenderlo desde la comodidad de su estatus o de su voto, no estamos ante una primavera del Espíritu, sino ante un invierno ideológico con apariencia de fervor. Cuando la religión se utiliza como seña de distinción —para marcar lo que somos frente a los otros— deja de ser Buena Noticia. La Iglesia no puede dejarse tentar por esa lógica, porque el Evangelio no se defiende levantando muros, sino sirviendo y acompañando.

El verdadero renacer de la fe no se mide en misas llenas ni en procesiones vistosas, sino en la calidad de la conversión personal y comunitaria. Nace cuando la Iglesia se deja interpelar por el sufrimiento del mundo y vuelve a ponerse en camino junto a los pobres, los jóvenes sin rumbo, las familias que buscan sentido. El Espíritu sopla allí donde la fe se hace servicio y no consigna; donde hay hospitalidad, perdón, apertura y ternura.

Y sobre todo, donde vuelve a escucharse la voz de Jesús: “Ven y sígueme”. Él no nos llamó a defender un espacio, sino a abrir caminos; no a conquistar el mundo, sino a lavarle los pies. Por eso, quizá el futuro del catolicismo en España no pase por recuperar su centralidad cultural, sino por aprender a habitar los márgenes con humildad evangélica. Si algo puede hacer renacer la fe en nuestra tierra, no será el miedo al otro, sino el amor al prójimo. Porque solo el amor, y no la ideología, tiene fuerza para resucitar lo que parecía perdido.

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