Opinión

Alejandro González-Varas Ibáñez

El Derecho vacío: del control a los poderes públicos, a instrumento a su servicio

29 de enero de 2020

Asistimos desde hace unas décadas a un proceso de transformación del fundamento y de los contenidos del Derecho que se va acentuando de un modo tan progresivo como peligroso. Se trata de que cada vez se le vacía más de contenido, de tal manera que pasa a ser más manejable según el antojo de quien lo crea o produce. Lo único que importa y que legitima a la norma es que se apruebe conforme al procedimiento establecido. El Derecho se convierte en una mera técnica. A partir de ahí, todo vale. En definitiva, también el Derecho se ha convertido en un hijo del relativismo y de la postmodernidad que nos dicen que no hay nada estable ni una verdad comúnmente hallada y compartida por todos. En este contexto, es evidente que el Derecho no puede ya ser ni justo ni injusto, pues no puede saberse lo que es la Justicia. Tampoco importa que sea fruto de la verdad o de la mentira. Sucede que los aspectos materiales pasan a ser secundarios, y lo primario (y lo que legitima a la norma) ahora lo constituye el procedimiento.

En consecuencia, el todopoderoso legislador actual, puede inventar el Derecho como quiera. Ya que no se puede apelar a nada trascendente, se identifica al Derecho con la sola norma escrita (visión, como puede apreciarse, muy corta y reducida), y a esta se la pueda manejar como se quiera. Con esta medida el Derecho adquiere una dimensión autorreferencial, es decir, depende solo de sí mismo o, lo que es sinónimo, del poder que lo crea, sin que adquiera como punto de referencia primordial al individuo u otros elementos que estén más allá de la norma escrita o de la voluntad del legislador.

 

Este planteamiento muestra algunos efectos deletéreos. Me referiré simplemente a tres. En primer lugar, pone en riesgo la continuidad del Derecho. Su producción obedece a criterios contingentes y por eso mismo su duración y contenidos son imprevisibles. El sentido del Derecho se fragmenta, pues queda disperso en tantas normas como se hayan aprobado, sin que sea preciso que exista coherencia entre ellas u ofrezcan unidad al Derecho..

Por otra parte, el Derecho deja de ser un instrumento de control del poder público (como es propio del Estado de Derecho), para convertirse en un instrumento del poder para conseguir sus fines o transformar la sociedad a su placer. Esto no es más que el colapso del Estado de Derecho y, si llegamos a una situación extrema, el establecimiento de una dictadura.

El tercer efecto al que me refería se traduce en que este concepto instrumental del Derecho es susceptible de alimentar los populismos. En efecto, si todo vale, y gracias al Derecho el gobernante conseguirá lo que quiera, el político de turno podrá prometer lo que le plazca –por aberrante que pueda llegar a ser- porque podrá hacerlo. Estaré en condiciones de enviar cualquier tipo de mensaje y alentar a las masas como le convenga porque el Derecho, lejos de ser su freno, le permitirá transformar en realidad sus promesas.

Sin embargo, no se trata solo de juegos de legisladores y políticos –que ya es bastante-. Es preocupante también el ejemplo que se da a la ciudadanía y que acaben por aceptarse estas dinámicas hasta el punto de que las relaciones entre las personas empiecen a regirse por estos parámetros. Si seguimos así, no solo enfermará el Derecho, sino el conjunto de la sociedad.

Sería presuntuoso intentar ofrecer una solución a esta compleja situación. Sin embargo, parece que el camino que hay que recorrer está jalonado por una ética verdadera, propia del hombre en toda su integridad tal como ha sido creado. Es decir, que las actuaciones de cada uno partan de principios y se sientan atraídos por valores realmente conformes a la naturaleza humana, y un ejercicio continuo y vigoroso de las virtudes. La abundancia de bien es el mejor mecanismo para erradicar los males posibles.

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