Quiero dedicar estas primeras palabras del año a felicitar a todos aquellos que forman parte de mi familia que es la Iglesia. Especialmente, a quienes inicien 2021 cansados y agobiados por el motivo que sea; a quienes puedan sentirse indignos de considerarse familia de Dios por la gravedad de sus pecados; a quienes deambulen apenados por sus faltas; a quienes vaguen faltos de esperanza en su conversión por la reiteración en sus recaídas.

No hemos recibido el espíritu de siervos para recaer en el temor. El Espíritu Santo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios (cfr. Rm. 8, 15-17). Al contrario, estad siempre alegres (Flp. 4, 4 ss.). No es poca cosa saber que nuestra existencia ha sido querida por Dios, que Él es nuestro Padre, que no somos fruto del azar y que vivamos o muramos, somos del Señor (Rm. 14,8).

En este año de San José el Papa nos recuerda que en él “Jesús vio la ternura de Dios” la ternura que nos hace “aceptar nuestra debilidad” porque la mayoría de los designios divinos se realizan “a través y a pesar de nuestra debilidad”. “Sólo la ternura nos salvará de la obra del Acusador”, subraya el Pontífice. También expresa que al encontrar la misericordia de Dios -especialmente en el Sacramento de la Reconciliación- podemos hacer una experiencia de verdad y de ternura, porque “Dios no nos condena, sino que nos acoge, nos abraza, nos sostiene, nos perdona”.

Así pues, que no nos asuste nuestra debilidad. Aprovechemos las caídas para levantarnos y para arrojar lejos de nosotros la venda de nuestro amor propio espiritual sabiendo que por nuestros pecados estamos empujados a ofrecernos todo a nosotros mismos. Incluso nuestra alma se busca a sí mismo en todas las cosas. Para San Pablo, el hombre está condenado a entregarse todo a sí mismo, porque el hombre separándose de Dios, por el pecado, se ha hecho dios. Por eso busca su felicidad en todo y en el fondo siempre está insatisfecho.

Pensemos en la humildad de San José y en la de San Pedro. Santa Catalina de Siena afirma que toda perfección y toda virtud procede de la caridad y la caridad se alimenta de humildad; la humildad a su vez procede del conocimiento y odio santo de sí mismo…” (cfr. Capítulo 63 de “El Diálogo).

Sigamos las indicaciones de nuestro último Papa que nos señala como guía de este año a San José; e imitemos la conducta del primer Papa que, después de su pecado, al ver que Jesús le miraba, “lloró amargamente” (Lc. 22,62). El Señor permitió su caída para sanar su jactancia y así poner su confianza en Dios antes que en sí mismo. Creo que sería acertado afirmar que Pedro, humillado y desconsolado tras negar tres veces a Jesús tras las paredes del palacio del Sumo Sacerdote, fue mucho más grande que cuando contempló a su maestro días antes transfigurado en el Tabor siendo que entonces desconocía aún su propia debilidad.